XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Perdonar setenta veces siete

 

Para terminar el discurso sobre las relaciones en el interior de la comunidad cristiana el evangelista Mateo nos cuenta una parábola que ilustra sobre el tipo de perdón que predica Jesús (Mt 18,21-35). El apóstol Pedro pregunta a Jesús por el número de veces que se debe perdonar una ofensa y la respuesta de Jesús enseña que el perdón ha de ser ilimitado e incondicionado. Sin embargo en la parábola del rey misericordioso y del siervo despiadado se muestran las fatales consecuencias que respecto a Dios, el justo juez, puede tener la falta de perdón en aquel a quien mucho se la ha perdonado.

 

En la pregunta de Pedro está la comunidad entera cuestionando sobre el tema del perdón: ¿Cuántas veces debemos perdonar? ¿Hasta siete veces? Pedro aparece ya como “bueno” pues su primera suposición supera el número de tres veces, propio de la enseñanza judía, referida en la Misná para el perdón otorgado por Dios sobre un mismo pecado, así como las tres veces que ante testigos se debe pedir perdón por una ofensa  (Yom 86b). La insinuación de “siete” veces propuesta por Pedro supera, por tanto, la enseñanza de los maestros judíos. Sin embargo Jesús responde con misericordia desbordante y sin reservas. La expresión “setenta veces siete” no es una respuesta cuantitativa aunque lo parezca  sino que remite al perdón sin límites respondiendo radicalmente lo contrario que evocaba la venganza también sin límites del “cántico de la espada” de Lamech (Gn 4,24), descendiente de Caín. De este modo la dinámica del Reino de Dios reclama un espíritu de perdón ilimitado que fluye en las dos direcciones, de Dios hacia el hombre y del hombre hacia su prójimo. Por eso el Papa Francisco recuerda como hilo conductor de su magisterio que Dios no se cansa de perdonar y nosotros no debemos cansarnos ni de pedir perdón ni de perdonar.

 

Y dicha enseñanza de Jesús es complementada con la parábola del rey misericordioso y del siervo inmisericorde que pone ante nuestros ojos la desproporción incomparable del perdón divino como razón evidente y motivo suficiente para practicar el perdón humano al que todos estamos llamados. La incomparabilidad entre la deuda del siervo con su rey y la del segundo siervo con el siervo perdonado es inmensa. Un talento equivale a diez mil denarios. La deuda del primer siervo con su amo era de cien millones de denarios, mientras que la de la del colega con el siervo era sólo de cien denarios. Es la desproporción entre uno y un millón.

 

La parábola muestra sobre todo la incapacidad del siervo perdonado para implicarse en el dinamismo del amor misericordioso del amo y esto llevó a la ruina al siervo despiadado. El mensaje evangélico acentúa así no sólo la lección del perdón ilimitado (70x7) sino la gracia misericordiosa del perdón gratuito. Si no se acoge ni se valora la gratuidad del perdón, uno puede aprovecharse del perdón que otro le da pero no queda habilitado para perdonar de la misma manera y no se entra en la dinámica del perdón. Al deudor inmisericorde le faltaba tomar conciencia primero de que su deuda era impagable, y después de la infinita misericordia que suponía haber sido perdonado del todo por el Padre. Esta experiencia se podría haber convertido en un extraordinario estímulo para entrar en una lógica de perdón en relación con los hermanos. De este modo el Evangelio interpreta la tradición bíblica del perdón (Eclo 28,1-7) y la modifica describiendo cómo el perdón humano debe ser consecuencia del perdón divino para que sea totalmente gratuito. En esta parábola se parte del perdón de Dios para llegar al perdón de los hombres y este perdón debe hacerse de todo corazón.

 

Nos podríamos preguntar: ¿Cuándo ha sido la última vez que yo he pedido perdón a alguien? Si la respuesta no se encuentra fácilmente probablemente o yo o mi entorno estamos fuera de la cultura del perdón, es decir, se trata de uno de los valores esenciales del cristianismo que ni yo ni mi entorno social cultivamos mucho. ¿O es que acaso me siento tan perfecto que no cometo nunca un error, ni una ofensa, ni un pecado? ¿O es que no le doy importancia al valor del perdón?

 

Jesús instruye a sus discípulos sobre el perdón para saber vivir las diversas situaciones de rencor, de odio, de venganza, de ofensas, de endeudamiento, de daño cometido. Y nos enseña que el perdón debe ser continuo, permanente y gratuito. El perdón es la manifestación más profunda del amor de Dios y por eso es también la expresión más sorprendente y maravillosa de la experiencia de la fe cristiana en el interior de la Iglesia. Un perdón sin límites, gratuito y sin condiciones. El señor lo perdonó todo al siervo. Al final de la parábola el Señor nos interpela a todos a practicar la misericordia del perdón tal como concluye esta parábola: “¿No tenías también tú que compadecerte de tu colega, como también yo me compadecí de ti?” (Mt 18,33). Pero si no acogemos ni valoramos el perdón, éste se puede convertir en contra nuestra al no poner en práctica lo que de Dios hemos aprendido en el Señor Jesús, el cual intercedió por el perdón de todos nosotros en la cruz, tal como revela una de las últimas palabras de Jesús en la cruz, y nos ofreció su perdón, tal como celebramos en las palabras eucarísticas de la consagración del cáliz.

 

El perdón es uno de los temas principales que la Iglesia en América está tratando en su preparación del V Congreso Americano Misionero del próximo año 2018, pues está íntimamente unido al de la reconciliación y al de la misericordia. Del Instrumentum Laboris (IL) de dicho Congreso, titulado América en Misión: El Evangelio es Alegría entresacamos algunos puntos para profundizar la reflexión.

 

El perdón es un acto salvador por excelencia porque regenera al pecador, regenera a los otros y regenera el tejido social donde se produjo el acto pecador. Sólo quien perdona salva de verdad y en plenitud. Pero para que ello sea así, supone que perdonar no es un simple acto de olvidar el pecado. Perdonar supone sanar al pecador y, a la vez, debe sanar la realidad donde se produjo el pecado y debe sanar la realidad que fue dañada por el pecado. Perdonar es, por consiguiente, un  compromiso transformador de la realidad, de esa realidad que ha facilitado o provocado el pecado, y un compromiso con la compensación del daño causado en esa realidad a causa del pecado. De este modo perdonar es hacer que “sobreabunde la gracia donde abunda el pecado” (Cfr. IL 157).

 

El perdón es algo típico y originalmente cristiano. Se aprende a perdonar con el crucificado en la cruz que perdona a sus verdugos. Desde la cruz no hay pecado que no pueda y no deba ser perdonado. Sólo se exige el deseo de perdón por parte del pecador. El Crucificado es el intermediario, libre de toda culpa e inocente, que actúa como reflejo, como espejo, en el que queda reflejada la injusticia de la situación y actúa como juez y sentencia. Dictamina la injusticia de la situación, pero emite un juicio absolutorio al cual se puede acoger el culpable (cfr. IL 158).

 

El perdón tiene mucho que ver con el compromiso por la transformación de la sociedad en una sociedad más justa y fraterna; y, a la vez, no se puede transformar la sociedad si no se introduce en su seno la práctica del perdón. Ésta es una dimensión profundamente misionera del perdón. El castigo no rehace la convivencia rota por el pecado ni repara la justicia y el derecho. Sólo el perdón es capaz de recrear y regenerar lo destruido por el pecado. El castigo sólo es bueno si ayuda al pecador a reconocer las consecuencias de su pecado, a reconocerse pecador y, por tanto, a disponerse a pedir perdón. Pero esto no lo hará si se encuentra en medio de una cultura que no sabe perdonar, que no perdona y que es vengativa. Por ello no tiene sentido en nuestros Estados ni la pena de muerte ni la cadena perpetua. Vivir la espiritualidad del perdón, posibilita el crear condiciones de posibilidad de una sociedad pacificada en el futuro y, en el presente, de una reconciliación social (cfr. IL 159). El perdón es el camino más auténtico, la salida más real, la solución más eficaz al problema de la violencia en nuestros países, en nuestros pueblos y en nuestros Estados. El perdón es la calzada por donde discurre el camino verdadero hacia la paz (cfr. IL 160).

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura