XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A.
La justicia del Dios de los últimos
San
Pablo se ha entusiasmado con Cristo hasta el punto de hacer estas
afirmaciones en la lectura de este domingo (Flp 1,20-24.27): “Para mí la vida
es Cristo”, “estar con Cristo es con mucho lo mejor” y “lo importante es que
llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo”. El encuentro con Cristo llenó
de alegría la vida del apóstol. Para llevar una vida digna del Evangelio
de Cristo nosotros debemos acudir a los Evangelios y asumir los nuevos
criterios y luces que allí se revelan acerca de Dios.
Hoy
Mateo nos revela otro aspecto de la justicia del Dios de los últimos.
Ésta es una línea matriz del mensaje evangélico. Los dichos y parábolas
del Evangelio de Mateo nos muestran que el Padre de Jesús es el Dios de
los últimos. Si recordamos el Sermón de la Montaña, allí se nos invitaba
a buscar el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendría por
añadidura. La justicia de Dios vinculada a su Reino manifiesta una
asimetría grande en la relación de Dios con los últimos y con los primeros,
pues cuando se habla de los últimos y del lugar que estos ocupan en el
ámbito del Reino podemos entender que se trata de un Dios, cuyos caminos
son muy distintos a los nuestros (cf. Is 55,6-9).
Podría
parecer que en la justicia de Dios hay una cierta preferencia, una
debilidad, no exenta de cierta arbitrariedad. Sin embargo, lo que hay en
la justicia de Dios es una profunda visión de su amor misericordioso que
cuando se dirige a los que no cuentan, según los parámetros de la vida
humana, los considera sobre todo como víctimas y como objetivo
prioritario de su amor.
El
proverbio “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los
últimos” aparece atestiguado en los tres evangelios sinópticos (Mt 19,30;
20,16; Mc 10,3; Lc 13,30). En todos ellos constituye el colofón magistral
a dos escenas de contraste sobre el tema del seguimiento radical a Jesús:
una, la del rico que, aunque deseoso de vida eterna, no quiso seguir a Jesús,
por no desprenderse de sus bienes y no repartir a los pobres su dinero
(Mt 19,16-26), y la otra, la de los discípulos que reciben de Jesús la
promesa de esa vida y del céntuplo de bienes como recompensa por su
renuncia a una familia y a sus legítimas pertenencias (Mt 19,27-29).
La
radicalidad de las palabras del Maestro sobre el Reino de Dios está
orientada, por una parte, a los pobres, a los "últimos" de esta
sociedad y, por otra, al establecimiento de una nueva relación entre los
seres humanos caracterizada por la fraternidad. Esta fraternidad empieza
especialmente a partir de los últimos de este mundo y de los que con
ellos y por ellos estén dispuestos a hacerse pobres. Los discípulos, al
renunciar a su hacienda y a vivir los vínculos familiares más legítimos,
dejando padres, hermanos, e incluso cónyuge e hijos, por la causa del Reino y
por el Evangelio, se convierten también en "últimos" de esta
tierra. Pobres y discípulos, unos y otros, los "últimos" en la
sociedad son los primeros en la fraternidad.
El
evangelista Mateo enmarca, además, con esta sentencia sobre los últimos,
la parábola de los jornaleros contratados a diferentes horas del día por
el dueño de una viña, el cual, al atardecer, dio lo mismo a todos por el
trabajo realizado, suscitando con ello la queja de los que fueron a
trabajar a primera hora (Mt 19,30-20,16). Sorprendentemente al final
todos perciben el mismo salario, aunque éste sólo había sido ajustado
previamente con los primeros. En cambio los últimos, que sólo habían
trabajado una hora, percibieron lo mismo.
La
parábola sirve para ilustra el aforismo. Los "últimos" en el relato
de la parábola son los que no habían ido a trabajar "porque nadie
los había contratado" (Mt 20,7). La parábola deja entrever que la
injusticia no está en la gratuidad y la bondad del señor de la viña que
reparte un jornal igual a cada uno, sino en la falta de trabajo para
todos y en la maldad de los "primeros", que no se conforman con
el salario previamente ajustado. El dueño, en cuanto señor y soberano,
paga a cada uno según ve conveniente, probablemente, con el criterio de
atender sus necesidades no con arreglo a las horas trabajadas, ni a la
productividad, ni a la eficiencia en el trabajo, sino según su justicia.
Sin
embargo, la justicia social del Reino que beneficia a todos por igual y
sostiene como principio la igualdad de todos los seres humanos en la
recepción de los bienes y en el destino común de los mismos, no coincide
con los criterios de justicia retributiva e individualista del sistema
económico dominante en el mundo, pues éste es un sistema que destruye la
dignidad de la persona al convertirla en mercancía. En la parábola de
este domingo hay una igualdad en la retribución del salario,
independientemente de las otras variables presentes en el proceso de
trabajo y producción.
La
proyección social de la parábola es ineludible, pues el número de los no
contratados para trabajar hoy en nuestro mundo es ingente, y en España
constituye el problema social número uno. La dificultad sigue siendo
frecuentemente que los que disponen de los grandes capitales y de los
medios de producción, así como los gobiernos de las naciones, anteponen
el criterio del crecimiento económico al del desarrollo humano de los
últimos, de los pobres y excluidos, de los desahuciados y de los parados.
El Papa Francisco ha expuesto claramente en su Exhortación Apostólica
“Evangelii Gaudium” que “hoy tenemos que decir «no a una economía de la
exclusión y la inequidad». Esa economía mata” (EG 53). Y también, citando
a S, Juan Crisóstomo, exhorta “a los expertos financieros y a los
gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la
antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y
quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino
suyos.”(EG 57).
Como
la realidad histórica y dramática de injusticia y desigualdad de nuestro
mundo sigue manifestando que nuestros caminos distan mucho de ser los
caminos de Dios y los propios de una vida digna del evangelio, los cristianos
no debemos dejarnos robar la esperanza y hemos de seguir soñando, como
hace nuestro Papa Francisco, pero con los pies en la tierra y la mirada
en el cielo. Para los millones de "últimos" de este planeta
tierra yo sueño con la idea la idea de un salario universal, que permita
satisfacer por igual las necesidades básicas de toda persona en cada
país, y que fuera proporcionado por los Estados, especialmente de los países
ricos en colaboración con los países pobres. La proporcionalidad de la
aportación de cada nación y la gestión de la misma debería hacerse con
criterios de esa justicia nueva que surge del Evangelio.
Sería
un jornal profundamente evangélico y entonces esos últimos, los pobres,
serían también los primeros. Así nuestros caminos y pensamientos podrían
empezar a coincidir con los del Señor (cf. Is 55,6-9).
José
Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura