Domingo XXVII/A
(Is 5, 1-7; Fil 4, 6-9; Mt 21, 33-43
La viña es una imagen privilegiada para designar al
pueblo de la antigua alianza (Israel) y al pueblo de la Nueva Alianza
(Iglesia); por eso es el símbolo elocuente de la entera historia de la
salvación. La primera lectura, el salmo y el evangelio de hoy están llenos de
alusiones a la viña. El Evangelio nos narra la parábola de los viñadores
homicidas, que primero asesinan a los siervos y por último al hijo del patrón
de la viña para apropiarse de la herencia. A Jesús le escuchan los fariseos,
ancianos y sacerdotes a quienes se dirige para hacerles entender cuánto han
caído bajo, por no tener el corazón abierto a la palabra de Dios.
La viña es el pueblo de Dios, El dueño es el Padre Dios,
el hijo del dueño es Jesús, los enviados son los profetas…). El mensaje
aplicado a nuestro tiempo, hay que decir que Jesús ha sido ‘echado fuera de la
viña’, expulsado por una cultura que se proclama post-moderna, o incluso
anti-cristiana. Las palabras de los viñadores resuenan, si no en las palabras,
al menos en los hechos de nuestra sociedad secularizada: “¡Matemos al heredero
y será nuestra la herencia!”.
En el mundo relativista y laico… en la que estamos
insertados pareciera que ya no se quiere oír hablar de raíces, ni de patrimonio
cristiano, El hombre secularizado quiere ser el heredero, el dueño. Sartre puso
en boca de un personaje suyo estas terribles declaraciones: “Ya no hay nada en
el cielo, ni Bien, ni Mal, ni persona alguna que pueda darme órdenes. (…) Soy
un hombre, y cada hombre debe inventar su propio camino”.
Desembarazándose de Dios, al no esperar de Él la
salvación, el hombre cree que puede hacer lo que quiere y ponerse como la única
medida de sí mismo y de su acción. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su
horizonte, cuando declara que Dios ha ‘muerto’, ¿es verdaderamente feliz? ¿Se
hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios
absolutos de sí mismos y únicos dueños de la creación, ¿pueden verdaderamente
construir una sociedad en la que reinen la libertad, la justicia y al paz? ¿O
no sucede más bien -como lo demuestran cotidianamente las crónicas- que se
difunden el poder arbitrario, los intereses egoístas, la injusticia y el abuso,
la violencia en todas sus expresiones? Al final el hombre se encuentra más solo
y la sociedad más dividida y confundida.
Pero en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no
será destruida. Mientras abandona a su destino a los viñadores infieles, el
dueño no abandona a su viña y la confía a otros servidores fieles. Esto indica
que, si bien en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse, siempre
habrá otros pueblos dispuestos a acogerla. Precisamente por este motivo Jesús,
citando el Salmo 117 [118] -“La piedra que desecharon los arquitectos es
ahora piedra angular” (versículo 22)-, asegura que su muerte no
será la derrota de Dios. … A su dolorosa pasión y muerte le seguirá la gloria
de la resurrección. La viña seguirá entonces dando uva y será arrendada por el
dueño “a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo”
(Mt 21,41).
Podemos aplicar aún más directamente el mensaje a cada
uno de nosotros en particular, las consecuencias son bien serias. Dios nos dio
todo. Nos plantó en la Iglesia, nos injertó en Cristo, nos podó con pequeñas o
grandes cruces y nos alimentó. Por tanto, tiene todo el derecho de pedir los
frutos. ¿Qué encontrará? ¿Hojas solamente? O peor, ¿ramas secas? La Eucaristía
nos ofrece la posibilidad de reactivar nuestro bautismo, la circulación de
aquella savia que proviene de la Vid. Si no damos fruto, ya sabemos el triste
desenlace: nos tirará. Por eso nos manda de vez en cuando sus emisarios para
alertarnos: amigos, catequistas, sacerdotes, luces, buenos ejemplos. Hagamos
caso.
Pensemos ¿Qué queremos ser: un sarmiento unido a Cristo,
a su Palabra, a sus sacramentos, en estado de crecimiento y conversión, o un
sarmiento estéril, es decir, un cristiano de palabra y no de hechos? ¿Qué
damos: racimos jugosos o abrojos y espinas?
Digamos al Señor, en compañía de María: Señor, gracias
por haberme hecho sarmiento de tu Viña. Señor, quiero que mi sarmiento esté
fuerte y bien alimentado con la savia de tus sacramentos. Señor, que mi
sarmiento dé frutos sabrosos de santidad y de virtudes, para que quien a mí se
acerque pueda recibir el jugo de mi ejemplo positivo o de mi consejo acertado.
No permitas, Señor, que mi sarmiento venga a ser destruido por algún parásito
que quiera meterse en sus “venas”.