XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Una parábola contra las autoridades que no cumplen su misión

 

Jesús cuenta una parábola que revela todo su destino de confrontación y conflicto con todos los dirigentes de su época así como la necesidad de cambio de los mismos. Según la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21,33-46), los administradores de una viña maltratan y matan a los siervos del amo cuando éstos son enviados a recoger los frutos de la cosecha. Finalmente el enviado es su hijo y también es asesinado. Los viñadores pretendían con ello apropiarse la herencia, es decir, hacerse dueños y señores de la viña. En lugar de producir frutos y rendir cuentas, usurpan todos los derechos del amo; pero según el Evangelio, su comportamiento no quedará impune:

 

Jesús utiliza la imagen bíblica de la viña para referirse al pueblo de Dios y a su reino. La imagen era clásica en la literatura del Antiguo Testamento (Is 5,1-7; Jr 2,21; Ez 15,1-8; Os 10,1-8; Sal 80,9-19). De hecho, las palabras con las que comienza la parábola pertenecen al hermoso poema del profeta Isaías: "... Plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó un lagar, construyó la torre del guarda..." (Is 5,1-2). En aquel poema el profeta reflejaba la desilusión de Dios, que, después de haber cuidado con todo cariño a su viña -su pueblo-, cuando llegó la hora de la vendimia aquella sólo produjo uvas amargas: “Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos” (Is 5,7). Jesús aplica aquella poesía a la situación en la que vivía y, mediante la parábola, denuncia que Dios sigue desilusionado porque tampoco ahora puede disfrutar de los frutos de su viña. Jesús señala además quiénes son los responsables de la situación: los labradores a los que el dueño arrendó la viña representan a los dirigentes del pueblo de Israel. Su misión era trabajar para que Israel diera el fruto que corresponde al pueblo de Dios: la justicia y el derecho, el amor a Dios y el amor al prójimo. Pero ellos no han cumplido esa misión.

 

En los tres evangelios, al concluir la parábola de los viñadores aparece, siempre en labios de Jesús, la imagen de la piedra desechada por los constructores y convertida en cabeza de ángulo. La parábola originaria anunciaba veladamente la muerte de Jesús. Pero al introducir los evangelistas esta imagen, tomada del Sal 118,22, se insiste en el sentido polémico de la parábola, puesto que Jesús se dirige especialmente a los dirigentes de Israel, los cuales lo buscan para echarle mano (Mt 21,46). En el corazón de la tradición religiosa de Jerusalén, en el templo y ante el poder de los dirigentes se masca el conflicto, pues todos los que rechazan a Jesús se dan por aludidos al oír la parábola y captan el mensaje de la piedra. Este evangelio revela así el antagonismo conflictivo entre Jesús y sus adversarios, el rechazo y la muerte de Jesús. Primero lo hace en un lenguaje alegórico (el hijo asesinado), después en un lenguaje simbólico (la piedra desechada) y finalmente en un lenguaje realista (lo buscan para echarle mano).

 

Aunque se vislumbra también la transformación decisiva de la situación, pues la piedra se convertirá en piedra angular, sin embargo, el énfasis del evangelio recae todavía en el carácter crítico de dicha piedra por ser al mismo tiempo una piedra de choque, en la cual tropiezan los que ejercen el poder. Para ello alude el evangelista Mateo, al igual que Lucas, a un texto muy fuerte de Is 8,14: “El que caiga sobre esta piedra se estrellará”. La imagen evocaba muy probablemente la piedra situada en el ángulo saliente de una casa, una esquina con la que fácilmente se podía tropezar. De este modo la imagen acentúa el carácter crítico y conflictivo de la autoridad moral de Jesús frente al poder establecido.

 

Los que se creen herederos legítimos del Reino de Dios por su pertenencia a los círculos religiosos o por su vinculación a las ideologías reinantes quedan desautorizados en su poder y desheredados de toda legitimidad cuando su actuación es injusta, inmoral, abusiva o criminal, pues chocan frontalmente con aquel Mesías que ha venido con un mensaje nuevo, con una autoridad convincente, moralmente anclada en la verdad, que antepone la primacía de los últimos y que reclama frutos de autenticidad y de justicia para pertenecer a dicho Reino.

 

El final del texto en el evangelio de Mateo tiene una de las palabras más duras de Jesús: “Os digo que se os quitará a vosotros el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos” (Mt 21,43). Esto se dice, en primer lugar, contra el pueblo de Israel y sus dirigentes en el tiempo de Jesús, pero también se convierte en un mensaje extensivo a toda época, por eso sigue siendo una palabra crítica contra todo dirigente que no cumple la misión que, según su autoridad, debería cumplir.

 

Con esas palabras Jesús indica que la misión evangelizadora y el anuncio de la salvación ya no son prerrogativa exclusiva del pueblo de Israel, sino que están pasando a otro pueblo que no tiene fronteras y que se identifica con la Iglesia, cuya misión consiste en poner por obra, como dice Pablo, “todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito” (Flp 4,6-9). Y esto se ha de hacer en el marco de una relación viva de amor a Dios, desde el agradecimiento y la plegaria continua.

 

Además de eso la palabra del Evangelio se puede proyectar también sobre toda situación social, en cualquier lugar en el que los políticos y dirigentes no actúan con autoridad moral y según los principios fundamentales de una ética humana, caritativa y universal, que defienda la dignidad de la persona, la valoración del “otro”, el respeto a la libertad, el reconocimiento y el cuidado de los débiles e indefensos así como los principios de la igualdad entre los seres humanos, del destino común de los bienes, del reparto del trabajo y de los beneficios obtenidos con el mismo, especialmente entre los más pobres.

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura