27ª semana del tiempo ordinario. Lunes: Lc 10, 25-37

Hoy nos habla Jesús de algo esencial y que muchas veces hizo resaltar para diferenciar lo que entonces enseñaban los doctores de la ley judía con lo principal de nuestra religión que es el amor. Los doctores se preocupaban de enseñar leyes, y estaban persuadidos que quien mejor cumplía esas leyes, en el sentido material o externo, más agradaba a Dios. Jesús constantemente nos dice que Dios mira sobre todo el corazón y que es más agradable a Dios quien más ama y sirve a los demás.

Un doctor de la ley se acerca a Jesús para hacerle una pregunta. Dicho así podría ser algo muy bueno, porque es muy bueno que nos preocupemos por preguntar nuestras dudas de religión a quienes creemos están más preparados. Sólo con el hecho de preguntar, si lo hacemos porque queremos mejor conseguir la vida eterna, ya estamos haciendo un mérito grande ante Dios. Lo malo de aquel doctor es que ya creía saber lo que debía hacer, y le pregunta a Jesús no para saber, sino para tentarle, que es como tener la pretensión de hacerle un examen y poderle poner una calificación. Jesús aprovecha para darle, a él y a nosotros, una gran lección.

Como Jesús sabe que aquel hombre es un doctor en la Ley, le pregunta qué es lo que está escrito y aquel doctor responde correctamente. Jesús le dice que si lo cumple obtendrá lo que quiere, que es la vida eterna. Aquel doctor ve que todo ha sido demasiado sencillo y le propone algo más a Jesús: ¿Quién es mi prójimo?

Esto sí tenía ya más interés, porque para los judíos “el amor al prójimo” creían que se refería sólo para ellos, los de su raza, que no fuesen pecadores, no los extranjeros. Jesús quiere darle una lección de amor universal. Pero no se queda en teorías, que son tan difíciles de permanecer en la mente, sino que responde con una parábola hermosa: la del “buen samaritano”. El amor no es sólo un enunciado bonito, sino que debe manifestarse en la práctica: “Obras son amores y no buenas razones”.

Y como quiere decirle que el verdadero amor está por encima de los actos de culto y de los intereses propios, le pone el ejemplo de dos personas que no sólo conocen los actos de culto sino que parece que vienen de cumplir con sus “obligaciones” para con Dios. Es lo que parece que quiere indicar con eso de que “bajaban de Jerusalén”. Iban tranquilos porque habían cumplido las leyes externas para con Dios; pero no se dignan atender al necesitado que está medio muerto. Entonces pasa un samaritano, que para aquel doctor era como un enemigo, o quizá como un “ilegal indocumentado” y actúa con misericordia. Ayuda de forma que nos parece casi exagerada. Eso nos parece a los que tenemos una misericordia muy pequeña. Jesús enseña una vez más lo que había repetido, siguiendo palabras del Ant. Testamento, que Dios quiere la misericordia mucho más que todos los sacrificios. Es difícil a veces “detenerse”, no por curiosidad, sino para hacer el bien, cuando se necesita socorrer. Para ello lo primero es tener compasión, como decía san Pablo: “sufrir con el que sufre y llorar con el que llora”.

Simbólicamente Jesús es el gran samaritano, que ha venido del cielo para aliviarnos a nosotros que estamos caídos y con tantas necesidades. A veces surgen “salvadores de la humanidad”, que lo único que buscan es su propio provecho, faltándoles el amor. Cuando el evangelio dice del samaritano: “se movió a compasión”, usa el evangelista los mismos términos que cuando habla de la misericordia de Dios o de Jesucristo, quien siendo Dios, se sacrificó por nosotros hasta la muerte de cruz. Esa misericordia sigue derramándola hacia nosotros desde su presencia real en la Eucaristía.

Hoy también nos dice Jesús, como le dijo al doctor al terminar la parábola: “Vete y haz tu lo mismo”. No basta con conocer lo que debemos hacer, sino que lo tenemos que hacer. A veces cuando se habla de amar a los demás, puede haber en el fondo un poco de diferencias entre superior e inferior. Hoy se habla del “prójimo”, que da una idea de cercanía o de igualdad, y sobre todo de universalidad.