27ª semana del tiempo ordinario. Miércoles: Lc 11, 1-4

Varias veces nos presenta el evangelio a Jesús orando y hasta pasando las noches en oración. Hoy nos dice que estaba orando “en cierto lugar”. Esto ya era para los apóstoles una enseñanza, pues en la mentalidad religiosa judía el lugar oficial para orar era el templo, y en momentos especiales también la casa. Jesús nos enseña que en cualquier lugar podemos dirigirnos y escuchar a Dios, pues está en nuestro corazón.

Los apóstoles respetan la oración del Maestro. Impresionados por esa oración, cuando termina, le dicen que les enseñe a orar. Pero no le dicen que les enseñe a orar como El lo ha hecho. Quizá les parecía demasiado. Se acuerdan que Juan Bautista (alguno lo sabría por experiencia) enseñaba a orar a sus discípulos. Cuando le dicen a Jesús que les enseñe a orar, seguramente le quieren decir que les enseñe algunas oraciones, como Juan Bautista lo hacía. Juan seguramente les habría enseñado algunas fórmulas invocando al Dios Altísimo y todopoderoso, Dueño de todo. Les enseñaría a pedir perdón y otras fórmulas sacadas de los salmos. Sobre todo les enseñaría a pedir que viniera pronto el Mesías. Quizá los apóstoles deseaban tener alguna oración propia que les distinguiera de otros grupos religiosos. Jesús se alegraría por tal petición y les enseñó la oración más sublime: el Padrenuestro.

Hay en el evangelio dos fórmulas parecidas, pero no iguales del Padrenuestro. Hoy se nos expone la fórmula que trae san Lucas. Nosotros solemos recitar la fórmula de san Mateo. Esta de hoy es un poco más breve. Seguramente reflejan ambas lo que se diría en diversas comunidades cristianas, ya que entonces no había nada escrito, sino que se había propagado por la palabra, y la palabra cambia algo según diversas fuentes. También es muy posible que Jesús se la enseñara en diversos momentos y El mismo lo dijo con palabras parecidas, pero no exactamente iguales.

Lo importante es lo esencial. Y algo muy esencial es que nos enseña a llamar “Padre” a Dios. En el Ant. Testamento y en otras religiones Dios aparece como lejano. Jesús nos presenta a Dios cercano y metido, con inmenso amor, en nuestros propios problemas de cada día. Por eso la oración más importante de nuestra religión se dirige a un Padre que nos ama de verdad, a un Padre misericordioso que está atento a cada una de las personas y se interesa por todo lo nuestro. No sólo es petición, sino que es al mismo tiempo alabanza, acción de gracias y petición de perdón.

La alabanza está sobre todo en el “Santificado sea tu nombre”. Santificado significa reconocido como santo el nombre de Dios, que desde ahora es “Padre”.  Es reconocer que por encima de toda justicia debe prevalecer el amor y la bondad de Dios. A veces queremos que Dios se manifieste violento con los malos, cuando quizá nosotros somos de los malos. Es querer que sea santificado sobre todo en nuestra propia vida.

 Algo esencial es la petición de que venga el Reino de Dios. Este Reino era la base principal de las predicaciones de Jesús. Era la finalidad de todas sus acciones, y debe ser nuestro anhelo y deseo continuo. Difundir este Reino es la voluntad de Dios. También la voluntad de Dios es la armonía y fraternidad entre nosotros y entre la humanidad. Por eso, al pedir por nuestras necesidades, como es el alimento, lo pedimos para todos, para que todos fraternalmente podamos aspirar y conseguir la vida eterna. Para ello pedimos también el pan espiritual, que es sobre todo el de la Eucaristía. No puede haber fraternidad, si no hay perdón. Y aunque sabemos que Dios nos perdona, quiere que tengamos misericordia entre nosotros. Al final le pedimos que nos guarde y nos guíe a través de las dificultades y tentaciones de esta vida.

Muchas veces rezamos el Padrenuestro con rutina, como algo mecánico e inconsciente. Vale la pena que recemos algún Padrenuestro muy despacio, en paz y con paz, cumpliendo así la primera condición de una buena oración, que es la atención. Así la oración no será sólo una fórmula, sino la respiración del alma.