27ª semana del
tiempo ordinario. Jueves: Lc 11, 5-13
Jesús acababa de enseñar a
los apóstoles el Padrenuestro y continúa enseñando más sobre la oración y
estimulándoles a que pidan a Dios con confianza, porque Dios es más que un
amigo: es nuestro Padre. Les expone Jesús una parábola de uno que recibe a un
amigo ya de noche. Para los israelitas era sagrada la ley de hospitalidad; pero
resulta que no tenía ni pan para darle. Entonces va donde otro amigo y no duda
en despertarle e importunarle hasta que este amigo se levanta y le da lo que
necesita.
Con esto Jesús nos invita a
la perseverancia en la oración. No es porque Dios no nos escuche, sino porque
muchas veces nos es muy conveniente para acrecentar nuestra confianza. Se suele
decir que las cosas que se consiguen fácilmente no se aprecian tanto como las
que cuesta conseguir. En este sentido podemos ver el valor de la perseverancia.
Somos débiles y sólo con la perseverancia se va fortaleciendo nuestro espíritu.
El esfuerzo nos hace crecer como personas y apreciamos en su justo valor lo que
hemos alcanzado, lo que Dios nos da. Esto suele pasar en algunos momentos de
nuestra vida. Para una persona ya fuerte en la fe, basta con arrojarse en los
brazos de Dios y la confianza es algo que ya sale espontáneamente, como
Jesús nos invita a que
pidamos, busquemos y llamemos, porque se nos cumplirán los deseos. Algunas veces
hemos comentado que mucha gente no recibe lo que pide o porque pide simples
caprichos materiales, que no le van a hacer cambiar su vida para acercarle más
a Dios, o porque lo pide sin las condiciones necesarias: atención, humildad,
confianza y perseverancia. Algo esencial en la oración es que sea un
acercamiento a Dios y a sus mensajes y que por lo tanto esa oración nos pueda
estimular más a cumplir esos mensajes de Dios.
Si Jesús nos anima a orar,
es porque Dios es más que amigo; Dios es nuestro Padre. Hay dos verdades que
tenemos que tener muy en cuenta para la oración: que Dios ciertamente nos escucha
y que Dios ciertamente nos ama. A veces creemos que Dios no nos escucha.
Eso es imposible porque “Dios está más dentro de nosotros que nuestra propia
intimidad”. Lo que pasa es que a veces queremos que Dios haga desaparecer los
males, que ocasionamos nosotros mismos y que debemos saber solucionar con
nuestra propia responsabilidad: a favor de la paz, en contra de la miseria,
etc. A veces queremos hacer una especie
de chantaje a Dios: o forzarle con algunas promesas o medio engañarle con actos
sólo externos.
Si lo que pedimos es útil y
bueno, como Dios lo conoce y nos ama, nos lo concederá. Hoy Jesús compara a
Dios con cualquier padre o madre de la tierra, y por eso quiere lo mejor para
nosotros. Y si le pedimos algo bueno para nosotros o para otros, Él ya antes lo
está deseando. Él nos dará lo mejor que puede darnos, que es el Espíritu Santo.
Es lo mejor porque, si tenemos el Espíritu Santo, tendremos las fuerzas
necesarias para enfrentar los problemas y dificultades que podamos tener,
tendremos capacidad para trabajar con valentía y con alegría en la instauración
del Reino de Dios. Recibir el Espíritu Santo es recibir sus dones y sus frutos,
es comprender el sentido de la vida y de sus acontecimientos con mirada de
Dios, es tener fortaleza en las adversidades y paz en el espíritu, para
conseguir sobre todo algún día la salvación.
A veces pedimos algo, a
nuestra manera; pero Dios hace que lo consigamos de una manera más sublimada.
Jesús en su pasión, pedía que fuese liberado de la muerte (“pase de mi este
cáliz”). Fue cumplido más ampliamente: fue liberado de la muerte definitiva
pasando a través de ella para salvarnos. La oración es como un atrevimiento. En
la liturgia antes del Padrenuestro a veces se dice: “nos atrevemos a decir”. Y
nos atrevemos porque Dios es nuestro Padre y, cuando le hablamos en la oración,
sabemos que nos escucha y nos atiende con infinito amor.