Domingo
XXVIII/A
(Is 25, 6-10; Fil 4, 12-14.19-20; Mateo 22, 1-14.19-20)
…banquete
de bodas al que muchos son invitados…
La liturgia de este domingo nos
propone una parábola que habla de un banquete de bodas al que muchos son
invitados. La primera lectura, tomada del libro de Isaías, prepara este tema,
porque habla del banquete de Dios. Es una imagen – la del banquete – usada a
menudo en las Escrituras para indicar la alegría en la comunión y en la
abundancia de los dones del Señor, y deja intuir algo de la fiesta de Dios con
la humanidad, como describe Isaías: “El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos
los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete
de vinos añejados” (Is 25,6). El profeta añade que la
intención de Dios es la de poner fin a la tristeza y a la vergüenza; quiere que
todos los hombres vivan felices en el amor hacia Él y en la comunión recíproca;
su proyecto entonces es el de eliminar la muerte para siempre, de enjugar las
lágrimas de todos los rostros, de hacer desaparecer la condición deshonrosa de
su pueblo, como hemos escuchado (vv. 7-8). Todo esto suscita profunda gratitud
y esperanza: “Ahí está nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación: es el
Señor, en quien nosotros esperábamos; ¡alegrémonos y regocijémonos de su
salvación!”(v. 9).
Jesús en el Evangelio nos habla
de la respuesta que se da a la invitación de Dios – representado por un rey – a
participar en este banquete suyo (cfr Mt 22,1-14).
Los invitados son muchos, pero sucede algo inesperado: rehúsan participar en la
fiesta, tienen otras cosas que hacer; incluso, algunos muestran desprecio por
la invitación.
Dios es generoso hacia nosotros,
nos ofrece su amistad, sus dones, su alegría, pero a menudo nosotros no
acogemos sus palabras, mostramos más interés por nuestras preocupaciones
materiales, por nuestros intereses. La invitación del rey encuentra incluso
reacciones hostiles, agresivas. Pero esto no frena su generosidad. El rechazo
de los primeros invitados tiene como efecto la extensión de la invitación a
todos, también a los más pobres, abandonados y desheredados.
Los siervos reúnen a todos los
que encuentran, y la sala se llena: la bondad del rey no tiene límites, y a
todos se les da la posibilidad de responder a su llamada. Pero hay una
condición para quedarse en este banquete de bodas: llevar el vestido de bodas.
Y entrando en la sala, el rey advierte que uno no ha querido ponérselo y, por
esta razón, es excluido de la fiesta. San Gregorio Magno… explica que ese
comensal ha respondido a la invitación de Dios a participar en su banquete,
tiene, en cierto modo, la fe que le ha abierto la puerta de la sala, pero le
falta algo esencial: el vestido de bodas, que es la caridad, el amor. Y añade:
“Cada uno de ustedes, por tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios ya ha
tomado parte en el banquete de bodas, pero no puede decir que lleva vestido de
bodas si no custodia la gracia de la Caridad” (Homilía 38,9: PL 76,1287). Y
este vestido está tejido simbólicamente por dos leños, uno arriba y el otro
abajo: el amor de Dios y el amor del prójimo (cfr ibid., 10: PL 76,1288). Todos nosotros somos invitados a
ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos
llevar y custodiar el vestido de bodas, la caridad, vivir un profundo amor a
Dios y al prójimo.
Ahora bien, viniendo más a
nosotros mimos, a nuestra vida ¿Cómo se puede considerar diversamente el
desprecio de los bienes divinos, el rechazo de un Dios que ofrece su propia
vida al hombre? San Pablo nos advierte: “No se hagan ilusiones, con
Dios no se puede jugar” (Gál 6, 7). No se
pueden desdeñar impunemente los dones de Dios, oponiéndole un muro de
incomprensión y superficialidad. Excluirse de este plan indica sólo el fracaso
del hombre y no el de Dios. Es esto lo que quiere decir la parábola cuando
muestra al rey que envía a sus siervos a las calles para recoger a cuantos
encuentren, “buenos o malos”, y así llenar la sala del banquete, en sustitución
de los “indignos”. Nadie puede impedir la fiesta de Dios. Nuestro olvido o
indiferencia no pueden hacer que Dios no exista, ni impedir que realice,
incluso sin nosotros, su plan de salvación.
Reitero, no olvidemos y tomémoslo
en serio, a ese banquete hay que entrar con el traje de gala, es decir, la
gracia santificante. El hombre de la parábola que no tenía el vestido de fiesta
fue porque no quiso proveerse del traje, lo que indica una falta de respeto no
menos grave que la de aquellos que rechazaron la invitación del Rey. Fue
expulsado a la gehena eterna, al infierno.
Ahora nos preguntamos ¿Tomamos en
serio las invitaciones de Dios o damos oídos sordos…? ¿Tenemos siempre el traje
de gala de la gracia de Dios en nuestra alma cada vez que nos relacionamos con
Dios en la oración, en la Eucaristía? Seamos agradecidos con Dios por
invitarnos al Banquete de la misa cada domingo, preludio del Banquete eterno:
Gracias, Señor, por tantos banquetes que a diario me sirves. Perdóname que
algunas veces desprecié esos banquetes, por preferir mis negocios. Ayúdame a
conservar mi vestido de gala al participar de tu banquete. Que sepa compartir
con mis hermanos esos regalos que tú me das gratuitamente.