29ª semana del tiempo ordinario. Sábado: Lc 13, 1-9

Dios nos ha creado con amor para que un día podamos estar con él en el cielo. Para que ese cielo sea más maravilloso y sea premio a nuestro esfuerzo, nos ha dado la libertad. Por eso la vida terrena no es el final, sino una preparación. Aquí Dios normalmente no castiga ni premia. Sin embargo muchas veces queremos ver en los acontecimientos un juicio directo de Dios. Hoy nos habla Jesús sobre esto.

Algunos le recordaron a Jesús cómo Pilato había hecho matar a unos galileos en el momento de ofrecer sacrificios a Dios. No sabemos cuándo fue ni porqué motivo. Seguramente eran una especie de guerrilleros o terroristas, a los cuales se les seguía por algún levantamiento y Pilato aprovechó el momento. Los que se lo recordaban a Jesús, querían saber su opinión. Para responderles, Jesús lo amplió con otro hecho, que fue una catástrofe natural, quizá un pequeño terremoto, pero que aún estaba en la mente de la gente. Lo primero que les dice Jesús a la gente, y nos lo dice a nosotros, es que sea que una catástrofe venga por motivos naturales o por alguna voluntad humana, no es un castigo de Dios contra aquellos que hayan hecho una maldad.

La razón es que por el tiempo de Jesús, aunque algo queda todavía entre nuestra gente, había una convicción de que los males materiales eran siempre consecuencia de una mala conducta. Lo peor es que algunos concluían de modo que, si a una persona no le pasaba nada muy malo, era señal de que esa persona tenía una buena conducta. Y eso no es así. Y Jesús lo quiso decir muy claro. En otra ocasión se lo diría también a los apóstoles, cuando éstos al ver a un ciego de nacimiento, le preguntaron a Jesús que quién había pecado, para que éste naciera ciego, él o sus padres.

Hoy nos dice Jesús que aquellos muertos no eran peores que otros que quedaron vivos. En verdad que el sufrimiento y la muerte son un misterio. Muchos se siguen preguntando porqué tantos inocentes son víctimas de guerras, de injusticias y prepotencias de otros. Sabemos que las catástrofes naturales suelen golpear más a los pobres porque están menos protegidos. Hay personas que, ante su dolor personal se vuelven a Dios para preguntar: ¿Qué he hecho yo para que Dios me castigue de esta manera? Dios no nos ha descubierto todo este misterio; pero ha venido para sufrir con nosotros y nos ha salvado por medio del sufrimiento. A la luz de Jesús en la cruz se ilumina nuestro sufrimiento, que nos ayuda a volvernos con mayor entrega a Dios y a hacer de nuestro dolor un acto redentor para nosotros y para los demás.

Hoy la enseñanza principal de Jesús es que debemos sacar provecho de todos estos acontecimientos, que nos parecen catastróficos, para nuestra conversión. Jesús nos dice que Dios no castiga a nadie aquí, que no podemos ver los males como castigos, pues ciertamente nos equivocaremos la mayor parte de las veces. Pero a continuación nos dice que, si no cambiamos y seguimos con la mala conducta, entonces sí que nos vendrán males, que serán eternos.

Ante los males terrenos debemos preguntarnos: ¿Qué querrá decirnos Dios con ello? Dios quiere que nos convirtamos. Es posible que no seamos grandes pecadores, pero todos necesitamos conversión. Si nos examinamos bien, veremos que tenemos juicios falsos, orgullos, injusticias. O que falta más diálogo entre los esposos o entre los padres e hijos, que nos falta más respeto por los demás o nos metemos demasiado en las cosas de los otros murmurando, que debemos ser mejores compañeros, rezar más y mejor. Convertirse es pasar de mirar nuestra vida de modo muy egoísta a ser más serviciales, imitando la misericordia y la espera de Dios.

 Esto Jesús lo retrata en la parábola de la higuera. Nos dice que la conversión no consiste sólo en buenos propósitos de ser mejor, sino que tenemos que dar frutos buenos: de amor, de justicia y verdad. Jesús nos habla de la paciencia de Dios con nuestra vida. Tengámosla con nosotros y ayudemos a los demás.