XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
El Amor a Dios y al prójimo
El libro del Éxodo nos revela al Dios liberador y
compasivo que, al propiciar la salida del pueblo de Israel de la esclavitud de
Egipto, genera un nuevo estilo de vida con nuevas formas de conducta plasmadas
en normas reguladoras de las relaciones sociales propias de un pueblo libre y
solidario. A este código de la Alianza pertenecen también los preceptos que
orientan la actitud y el comportamiento con los extranjeros y con los pobres:
“No oprimirás ni vejarás al emigrante... Si prestas dinero a un pobre que
habita contigo no serás con él un usurero cargándole intereses” (Éx 22,20.25). A tenor de este primer texto de la legislación
bíblica sobre el emigrante y sobre el pobre, se puede sostener firmemente que
los inmigrantes no pueden ser objeto de abuso, de vejación alguna, de extorsión
ni de persecución, y mucho menos aún se puede aceptar la legitimación de las
medidas de exclusión y de persecución en ningún Estado que pretenda respetar
los derechos humanos y sociales. Al Dios liberador que se manifiesta en contra de todo tipo de
explotación del ser humano, de los pobres, de los emigrantes, de las mujeres,
de las viudas y de los huérfanos, es a quien Jesús invoca como Padre.
En el primer escrito del Nuevo Testamento (1 Tes 1,5-10), Pablo, agradecido a Dios, recuerda que los
creyentes han acogido el mensaje del Evangelio y ellos mismos se han convertido
en un Evangelio viviente por su acogida de la Palabra de Dios, por medio de su
conducta y por su testimonio eficaz en todas partes, pues han abandonado
el culto a los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero, que resucitando a
Jesús de entre los muertos ha abierto para el mundo el camino definitivo de la
liberación, de la esperanza y de la alegría.
En el evangelio se plantea la cuestión del mandamiento principal
de la ley en la vida religiosa judía y cristiana (Mt 22,34-40). La pregunta
surge en una discusión entre Jesús y los letrados y en un contexto de
enfrentamiento ya decisivo. Cuando Jesús entró en Jerusalén y realizó el signo
profético de la purificación del templo puso en evidencia que este centro de la
vida religiosa de Israel con su organización social y su culto sacrificial era
como un refugio de ladrones y un mercado, y esto provocó la indignación de las
autoridades, especialmente de la aristocracia sacerdotal y de los letrados. En
este marco de abierta confrontación entre Jesús y el escriba fariseo tuvo lugar
el debate abierto acerca del mandamiento fundamental.
La importancia de las diez palabras o mandamientos de la ley de
Dios (Éx 20, 1-17)
según la valoración de Jesús quedó resaltada en la escena del rico que no quiso
seguirlo a pesar de ser un buen cumplidor de la ley (Mt 19,18-19). Todos
aquellos mandatos son la referencia fundamental de la voluntad de Dios y siguen
teniendo su vigencia a lo largo de toda la historia humana. Por ello conviene
entenderlos en el marco social y religioso en que surgieron y se desarrollaron.
Aquellos mandamientos nacen del recuerdo doloroso de la esclavitud en Egipto y
del propósito de tener unas normas de convivencia que permitan construir una
sociedad distinta a la de cualquier Egipto, es decir, con Dios y sin faraón,
con libertad y sin esclavitud, con igualdad y sin desigualdades, con vida y sin
muertes, y hoy también diremos con respeto a todos los derechos humanos,
individuales, sociales, políticos y económicos. Es la sociedad que quiere Dios
para todos sus hijos.
Así, los mandamientos de la ley de Dios se dividen en dos partes,
los tres primeros hablan de la relación con Dios, los siete restantes sobre las
relaciones entre las personas y la comunidad. La fe en el único Dios vivo
implica el reconocimiento de que éste es el único salvador y la exclusión de
otros dioses e imágenes, a quienes se podría manipular o utilizar. Pronunciar
el nombre de Dios en vano es no dar testimonio del verdadero Dios, el del amor,
la justicia y la fraternidad. Por ello se requiere un día especial de
santificación para dedicarlo a Dios mediante el agradecimiento, la escucha de
su palabra, la oración, el descanso, la convivencia y la alegría. Los otros
siete mandamientos apuntan a la comunidad y al prójimo estableciendo los
mínimos de una convivencia justa: el respeto a los padres y a la autoridad de
la comunidad; el respeto y la defensa de la vida desde su origen hasta su final
como el don más preciado de Dios; el respeto a la dignidad de la persona en
todas las acciones y relaciones humanas en el ámbito de la sexualidad y la
fidelidad en el matrimonio, desde el fundamento de la igualdad entre hombres y
mujeres; el respeto a los medios de vida y los bienes del otro en unas
relaciones de solidaridad y de justicia; el respeto y la defensa de la verdad y
la justicia en las relaciones humanas; el rechazo a la codicia, a la avaricia y
a la envidia, que se basan en el egoísmo y en la acumulación desmedida, injusta
e insolidaria. Los valores subyacentes a los diez mandamientos siguen siendo
palabras de vida en todas las épocas y sus expresiones normativas siguen siendo
reguladoras de la vida social y también de la vida religiosa.
Todos estos mandamientos fueron resumidos por Jesús de manera
magistral en la respuesta al jurista (Mt 22,34-40) cuando éste le preguntó por
el mandamiento fundamental y Jesús destacó como primero el de amar al Señor
Dios con todas las fuerzas (Dt 6,4-5) al cual asemejó
el segundo, el mandato del amor al «prójimo» (Lv
19,18) que, desde el paralelo lucano del buen samaritano (Lc
10,29-37), se hace extensivo especialmente a todo ser humano necesitado. Mateo
destaca que de estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas, es
decir, que en esos se condensa toda la revelación divina sobre la conducta
humana. Dar prioridad absoluta a estos mandamientos era establecer que el
verdadero culto a Dios pasa necesariamente por el amor al prójimo,
relativizando la multitud de normas y preceptos en los que, según la
interpretación farisea de la ley, se expresaba la voluntad de Dios.
El evangelio de Mateo resalta además la novedad
de la enseñanza de Jesús, la cual no consiste sólo en referir la excelencia de
los mandamientos del amor a Dios (Dt 6,5) y del amor
al prójimo (Lv 19,18), sino en haberlos unido y
asimilado haciendo de cada uno de ellos el criterio de verificación del otro
(Mt 22,34-40), de modo que es del todo impensable una experiencia cristiana que
prescinda o descuide alguna de estas dos dimensiones.
En los múltiples frentes de actuación que tenemos
ante nosotros en esta hora de la historia, tanto en España como en Bolivia, es
importante que los cristianos, conscientes de nuestra identidad misionera y de
que el mensaje del Evangelio es una palabra potente para transformar el mundo,
por amor a Dios y al prójimo, trabajemos por la promoción y el apoyo de
los planteamientos sociales y políticos que en todo lugar de la tierra
favorezcan las condiciones sociales de los últimos, de los pobres y de los
hambrientos, de los inmigrantes y de los niños, de los ancianos y de los no
nacidos y, sobre todo, el desarrollo de los países empobrecidos. De este modo
contribuiremos con nuestra acogida del Evangelio a reorientar el rumbo del
mundo abriendo horizontes de esperanza y consolidando caminos de dignidad, de
libertad y de justicia para toda la familia humana, fundamentados en el amor a
Dios y en el amor al prójimo.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y
profesor de Sagrada Escritura