XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Todos vosotros sois hermanos: Llamada a la reconciliación

 

El último discurso de Jesús en el Evangelio de San Mateo es el sermón llamado escatológico, abarca los capítulos 24 y 25 y va precedido de una larga sección introductoria (Mt 23) dedicada a la crítica de los movimientos religiosos de su época y de los dirigentes. Éstos habían desvirtuado la religión convirtiéndola en un instrumento de manipulación del pueblo, de explotación económica de la gente, de ritualismo cultual y de ostentación social.

 

Jesús había reprochado anteriormente a los escribas y fariseos su interpretación formalista y legalista de la ley y había criticado su puritanismo doctrinal (Mt 15,1-20). En el Evangelio de este domingo (Mt 23,1-12) Jesús desenmascara sus acciones infectadas de exterioridad y de pretensiones de grandeza. Su ostentación se ponía de manifiesto al agrandar las filacterias y las borlas de los vestidos para hacer notorio que ellos eran cumplidores estrictos de las normas religiosas. Las filacterias eran cajitas que contenían algunos textos de la ley y que, a modo de amuletos, los judíos se colocaban en el brazo izquierdo y en la frente. Las borlas recordaban los mandamientos de Dios. Esto permitía a quienes las llevaban exhibirse ante los demás haciendo alarde de religiosos.

 

Jesús rechaza una vez más la disociación entre la doctrina de los dirigentes y sus comportamientos, pone de relieve la falta de coherencia entre lo que predican y lo que hacen y denuncia abiertamente el exhibicionismo hipócrita de los que se sirven de los medios, instrumentos y hasta de los símbolos religiosos para explotar a la gente, dominar al pueblo y sacar provecho económico, social o político de su status. La doble vida en la que se mueven es motivo de acusación directa por parte de Jesús y de advertencia a la multitud para tener cuidado con este tipo de gente dominadora y prepotente en su conducta arrogante y de despecho hacia los demás.

 

Asimismo este evangelio crea un contraste entre la lógica de las relaciones vividas en el judaísmo y la de las relaciones que deben existir en el interior de la comunidad cristiana, pues revela, en su misma estructura, la oposición polémica con los responsables de Israel, quienes desean los puestos preferentes en los banquetes y los asientos preeminentes en las sinagogas y ser llamados con títulos altisonantes. “En cambio, vosotros no os dejéis llamar ´maestros`, porque uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro guía, el Mesías”. (Mt 23,8-10). Una triple motivación simétrica justifica las prohibiciones. Pero un inciso rompe la simetría poniendo de relieve la importancia de la fraternidad: vosotros sois hermanos.

 

El “dejarse llamar” es implícitamente índice de una autoconciencia personal, de aquello que se es, o de la actitud que se quiere asumir, y sirve al individuo para establecer relaciones desiguales, de superior a inferior, basadas en un poder cultural, político, económico o religioso. La prohibición, dirigida a los discípulos, de hacerse llamar “maestros” se deriva no sólo de que a uno corresponde este rol (Jesús), sino de la nueva identidad de los discípulos, pues ellos “son” hermanos. Se trata de una relación horizontal entre iguales, en el respeto de la diversidad de funciones. Esta relación no genera vínculos de subordinación, sino que salvaguarda la interrelación libre y solidaria de los miembros en la comunidad. La segunda advertencia de Jesús prohíbe dejarse llamar “padre”. La fraternidad como rasgo esencial de la iglesia se fundamenta en la paternidad de Dios, que es el único que merece ser llamado como tal. De este modo Jesús se pronuncia contra toda forma de paternalismo, el cual genera relaciones de dependencia y de proteccionismo en el interior de la comunidad. La tercera prohibición, paralela a la primera, manifiesta claramente que el único maestro y guía es el Mesías Jesús. 

 

Por tanto la comunidad de Jesús, en contraposición a cualquier tipo de relaciones de subordinación y de dependencia, se construye mediante vínculos de igualdad y de solidaridad y libertad como un grupo social alternativo, definido por relaciones horizontales e igualitarias. La mejor categoría para denominar este tipo de comunidad es “la fraternidad”, la cual tiene como criterio vertebral de su discernimiento el servicio. Ser servidores de los otros es lo que caracteriza el amor y la libertad de los cristianos, pero nunca servirse de los demás para ningún fin lucrativo individual. Eso es lo que tiene valor ante Dios y por eso queda registrado en la sentencia final del fragmento evangélico: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Rebajarse con humildad y disponibilidad ante los demás es la actitud concreta identificativa de los cristianos, seguidores del que se rebajó hasta la muerte de cruz; y el servicio a los demás, especialmente hacia los últimos, constituye la conducta esencial en la vida cristiana. El verbo griego correspondiente a ser enaltecido (hypsooser elevado evoca siempre el misterio de la cruz, donde Jesús es elevado sobre la tierra (Jn 12,32), pero expresa al mismo tiempo la exaltación de la misma de parte de Dios, pues en el amor del máximo Servidor de todos se revela la auténtica gloria de Dios. Con esta connotación este proverbio antitético de Mateo se convierte en la gran máxima que debe regir las actitudes y comportamientos alternativos en la fraternidad cristiana.

 

Jesús, como hermano de todos los seres humanos e identificado especialmente con los que sufren, con aquellos que carecen de lo esencial para vivir, bien sea de alimento, de integración social o de libertad (Mt 25,35-36), se hace el servidor de todos hasta dar la vida en la cruz y encabeza así la fraternidad humana, de la cual la iglesia ha de ser el más vivo fermento.

 

En las circunstancias políticas de España, resquebrajada ya en dos la sociedad catalana por el asunto del nacionalismo particularista, que ha suscitado nuevamente un problema secular sin solución, y ha cargado de sentimientos contrarios a las dos partes, hay que tener mucho cuidado con la gravedad de la situación y, como dijera Ortega y Gasset en 1932 sobre este tema, “debemos renunciar a la pretensión de curar radicalmente lo incurable […pues]  cuando alguien es una pura herida, curarlo es matarlo. Pues esto acontece con el problema catalán.” Por eso la alternativa orteguiana era aprender a convivir con el problema, lo que él llamaba la “sobrellevanza”. Creo que ésta sería la opción viable actualmente en una ética política de mínimos, pero también creo que, inspirados por el Evangelio, podríamos formularla en términos morales de máximos haciendo una llamada explícita a la verdadera reconciliación entre todos los catalanes y entre estos con los españoles, sabiendo que la razón última de toda reconciliación es lo que dice el evangelio de hoy: “todos vosotros sois hermanos”.

 

José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura