32ª semana del tiempo ordinario. Lunes: Lc 17, 1-6

Hoy encontramos a Jesús hablando con sus discípulos. A veces hablaba con ellos a solas, llevándoles a sitios apartados de la gente; otras veces hablaba con ellos caminando en medio de una multitud de personas. En estos momentos especialmente les recordaba principios o recomendaciones que les había dado frecuentemente. Así se les quedaban más grabadas en su memoria.

Hoy el evangelista nos trae tres recomendaciones que al menos en las dos primeras hay un hilo conductor: cómo debemos comportarnos ante las ofensas ajenas. Éstas pueden ser directamente contra nosotros o es algo que tiene relación con la comunidad social. Así puede considerarse el primer tema que trata cuando uno, no solamente ofende directamente a Dios, sino que además hace que una persona “débil” le siga en el pecado. Es lo que se llama escándalo.

Jesús, para expresar cuánto le duele a Dios este pecado, expone una especie de refrán o dicho popular, solemne y serio, que quizá solía decirse cuando alguien había hecho algo muy horrendo: “Mejor es que le aten al cuello una rueda de molino y lo arrojen al mar”. Claro que Dios quiere que el pecador se convierta; pero la frase indica cuánto dolor y cuánto mal causa quien induce a otro al pecado. Lo peor es que luego es muy difícil detener las consecuencias de ese mal. Aquí podríamos recordar, entre otros, los pecados de pederastia…

El escándalo no sólo se produce al intentar inducir a otro directamente en el pecado, sino que muchas veces podemos ser causa de escándalo por no llevar una vida muy fiel al Señor, sobre todo los que tenemos más obligación de dar buen ejemplo, como pueden ser sacerdotes, padres de familia, etc.

Podemos decir que la mayoría, por no decir todos los pecados, tienen una repercusión social. No vivimos aislados y, aunque no veamos las consecuencias inmediatas, ciertamente que las hay en el sentido social. También podemos decir que tienen repercusión social agradable y buena todos los actos de virtud particulares y toda entrega santificante hacia Dios.

El segundo tema trata de mi actuación con respecto a quien me esté ofendiendo. Hay dos cosas que deben hacerse. En primer lugar debo hacer lo posible para que el otro cambie de actitud. Por eso debo corregirlo. Pero ¡Qué difícil es entender esto y realizarlo! Muchas veces no podremos o no convendrá intentarlo. Pero lo que sí podemos y debemos hacer, es perdonar. Y no sólo una vez, sino “siete” veces, número que para los israelitas simbolizaba una totalidad.

El perdón a veces podrá manifestarse; pero siempre será conocido por Dios. La verdad es que, aunque nos queramos y nos llamemos hermanos, no somos perfectos y en esta vida con frecuencia nos ofendemos. También es verdad que muchas veces lo que llamamos ofensa en realidad no ha sido, pues ha sido “sin querer”. Por eso debemos estar prontos para perdonar. Este sentido de perdonar es una característica propia del amor cristiano.

La tercera recomendación que hoy les da Jesús a los apóstoles es sobre la fe. Quizá ellos, al oír que había que perdonar siempre, no llegaban a entenderlo o veían que era muy difícil realizarlo. Por eso pidieron que les aumentase la fe.

La fe, aunque sea pequeña, debe ser viva. Igual que un grano de mostaza que, para que se convierta en arbusto, debe estar vivo. Así también nuestra fe, para que pueda ser receptora de la gracia de Dios y pueda desarrollarla, debe estar viva.

La fe es un don de Dios, que puede hacer maravillas en nuestras personas y en las ajenas, como es una maravilla el hecho de que un árbol se trasplante al mar. Por eso debemos pedir ese don sinceramente. Si, por la gracia de Dios, tenemos fe, continuamente debemos pedir, como los apóstoles, que Dios nos la aumente.