32ª semana del tiempo ordinario. Sábado: Lc 18, 1-8

Jesús tenía mucho interés en enseñar a sus discípulos a orar, pues es básico en la religión el hecho de poder hablar con Dios, que es nuestro Padre. En este hablar con Dios, como somos criaturas y débiles, necesariamente debemos pedir con frecuencia. Jesús mismo nos enseñó una gran oración para pedir, el Padrenuestro. Hoy nos dice que debemos orar con insistencia para poder conseguir nuestras peticiones.

Para ello nos pone el ejemplo de una viuda que por la insistencia consigue ante un juez lo que le propone. En aquel tiempo una viuda era un ser desamparado, ya que la sociedad era muy machista. Por eso aquel juez, a quien le describe el evangelio sin respeto para con Dios ni para los hombres, va dando largas al asunto, pues cree que una pobre viuda no le va a convencer. Sin embargo decide practicar la justicia por la insistencia tenaz de aquella mujer. Entonces Jesús, poniendo una comparación, que raya en lo ridículo por la distancia infinita, nos dice. “¿Cómo Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a El día y noche?”

Ante esto quizá la dificultad más evidente es la que muchos ponen: Hay muchas ocasiones en que una persona pide mucho a Dios una gracia y, después de pedirlo mucho tiempo y con mucha insistencia, se queda sin recibir la gracia. La primera consideración es sobre lo que pedimos. Hay cosas que pedimos que, aunque nosotros no lo veamos claro, Dios ve que, si lo concede, no será para nuestra salvación ni para la gloria de Dios, pues quizá mostramos en ello nada más que nuestro egoísmo. A veces pedimos cosas imposibles como el que toque la lotería en cierto número cuando otro le está pidiendo que toque en otro número. Lo mismo pasa cuando uno pide que gane en deportes un equipo cuando otro está pidiendo por otro equipo.

A veces se piden cosas difíciles, como puede ser la conversión de una persona. Depende de la disposición de éste; pero se necesita tiempo y quizá lágrimas, como santa Mónica pidiendo por la conversión de su hijo Agustín. A veces creemos que hemos pedido con perseverancia, pero nos hemos cansado enseguida. Parece que tomamos a Dios como algo mecánico sin buscar el verdadero provecho espiritual.

Lo importante es que la oración debe estar unida a la fe. Seguimos orando porque debemos seguir aumentando la fe y la confianza. Hay otras ocasiones en que Jesús nos dice que no hace falta “machacar” demasiado a Dios con nuestras peticiones porque Dios sabe lo que necesitamos. Cuando hay mucha fe, como en la Virgen María, no se necesita perseverancia, sino una simple exposición: “No tienen vino”. Pero, como dice Jesús al final: “¿Encontrará Dios esta fe en la tierra?” Lo más importante en nuestra vida es unirnos con Dios para estar unidos en el cielo. Si Dios fuese como algo mecánico que da favores fáciles –y normalmente materiales- el amor y la verdadera entrega filial podría fallar en muchos. Por eso necesitamos perseverar: no tanto para que Dios se acuerde de nosotros, sino para que nosotros no nos olvidemos de El.

Rezar es sobre todo amar, porque al mismo tiempo que le pedimos, debemos estar agradecidos por tanto que nos ha dado. Necesitamos perseverar para aumentar nuestra actitud de humildad y confianza y de escucha sobre su voluntad. Si así lo hacemos, ya hemos conseguido algo valioso, quizá más de lo que estamos pidiendo.

Dios no sólo quiere que le pidamos cosas buenas, como es la venida de su Reino, sino que nos impliquemos en esa venida. Por ejemplo, si pedimos la paz, que seamos pacíficos; si pedimos perdón, que sepamos perdonarnos; si pedimos justicia, que seamos justos con los demás. Es posible que el evangelista aquí pida con insistencia la justicia por las injusticias que ya sufría la primitiva cristiandad, cuando clamaba con insistencia: “Maranatha”, ven, Señor Jesús, buscando la protección de Dios.

La oración, más que recordarle a Dios la necesidad, es un acto de fe, una expresión de amor y una aceptación libre de su voluntad que quiere lo mejor para nosotros.