Domingo XXXIII/A (Mt 25, 1-13)

Parábola de las vírgenes prudentes

El Evangelio de hoy es una célebre parábola, que habla de diez jóvenes invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del Reino de los cielos, de la vida eterna (Mt 25,1-13). Es una imagen feliz, con la que sin embargo Jesús enseña una verdad que nos hace cuestionarnos: de aquellas diez chicas cinco entran en la fiesta, porque, a la llegada del esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras cinco se quedan fuera, porque, descuidadas, no han llevado suficiente aceite.

“Ya viene el esposo, salgan a su encuentro”: ¿Qué significa esta imagen del esposo y la esposa? Con esta imagen esponsal se quiere subrayar la unidad de Cristo y de la Iglesia. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa ‘desposada’ con Cristo Señor para ‘no ser con él más que un solo Espíritu’ (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo “amó y por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29).

Así, pues, Como cabeza Cristo se llama ‘esposo’ y como cuerpo ‘esposa’. San Pablo presenta a la única Iglesia de Dios como “esposa de Cristo” en el amor, un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo mismo. En efecto, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es ‘Iglesia de Dios’, “campo de Dios, edificación de Dios, (…) templo de Dios” (1 Co 3, 9.16).

En la segunda carta a los Corintios el apóstol San Pablo compara a la comunidad cristiana como a una novia, cuando dice: “Celoso estoy de ustedes con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2 Co 11, 2); y en la carta a los Efesios desarrolla esta imagen, precisando que la Iglesia no es sólo una esposa prometida, sino esposa real de Cristo. Él, por así decirlo, la ha conquistado para sí, y lo ha hecho al precio de su vida: como dice el texto, “se ha entregado a sí mismo por ella” (Ef 5, 25).

En la oración, el discípulo espera atento al Esposo, Jesús, que “es y que viene”, en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como se espera al esposo para cuando llegue.

Por otra parte, ¿Qué representa este ‘aceite’, indispensable para ser admitidos al banquete nupcial? San Agustín (cfr Discursos 93, 4) y otros autores antiguos leen en él un símbolo del amor, que no se puede comprar, pero se recibe como regalo, se conserva en la intimidad y se practica en las obras. Verdadera sabiduría es aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia, porque, tras la muerte, eso ya no será posible. Cuando nos despierten para el juicio final, este se basará en el amor practicado en la vida terrena (cfr Mt 25,31-46). Y este amor es don de Cristo, infundido en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara con la que atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida.

Esto es lo que esperamos: ¡que Jesús vuelva! ¡La Iglesia esposa espera a su esposo! Sin embargo, debemos preguntarnos con mucha sinceridad: ¿somos realmente testigos luminosos y creíbles de esta esperanza?, ¿Nuestras comunidades, nuestras familias, viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera calurosa de su venida, o aparecen cansadas, entorpecidas, bajo el peso del cansancio y de la resignación?, ¿También nosotros corremos el riesgo de terminar el aceite de la fe, el aceite de la alegría, el aceite del amor! (Audiencia, S.S. Francisco, 15 de octubre de 2014).

El año litúrgico se encamina a su término y la Palabra de Dios nos invita este domingo a dirigir la mirada de la fe hacia “las cosas últimas”. Es de sabios meditar en las cosas venideras (primera lectura). Esta dimensión del más allá (escatológica) tiene que estar siempre en nuestro presupuesto existencial: ¿tendremos a la hora de la muerte la lámpara de nuestra fe encendida, las cuentas exactas y saldadas, y con el aceite de la caridad a tope para alimentar la lámpara y no quedarnos a medio camino? Después de la muerte, ya no podemos llenar la lámpara.

A santa María… pidamos que nos enseñe la verdadera sabiduría, la que se ha hecho carne en Jesús. Él es el Camino que conduce de esta vida a Dios, al Eterno. Él nos ha hecho conocer el rostro del Padre, y así nos ha donado una esperanza plena de amor. Aprendamos de Nuestra Madre a vivir y morir en la esperanza que no defrauda.