Una mujer hacendosa, ¿quién la hallará?
Vale mucho más que las perlas. Su marido se fía de ella, y no le faltan
riquezas. Le trae ganancias y no pérdidas todos los días de su vida. Adquiere
lana y lino, los trabaja con la destreza de sus manos. Extiende la mano hacia
el huso y sostiene con la palma la rueca. Abre sus manos al necesitado y
extiende el brazo al pobre. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura, la que
teme al Señor merece alabanza. Cantadle por el éxito de su trabajo, que sus
obras la alaben en la plaza.
En lo referente al tiempo y a las
circunstancias no necesitáis, hermanos, que os escriba. Sabéis perfectamente
que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Cuando estén diciendo:
«Paz y seguridad», entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina, como los
dolores de parto a la que está encinta, y no podrán escapar. Pero vosotros,
hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un
ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la
noche ni de las tinieblas, Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos
vigilantes y despejados.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos esta parábola: -«Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados
y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a
otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que
recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco.
El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió
uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de
mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las
cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó
otros cinco, diciendo: “Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros
cinco.” Su señor le dijo: “Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como
has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu
señor.” Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: “Señor, dos
talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos.” Su señor le dijo: “Muy bien.
Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un
cargo importante; pasa al banquete de tu señor.” Finalmente, se acercó el que
había recibido un talento y dijo: “Señor, sabía que eres exigente, que siegas
donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi
talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo.” El señor le respondió: “Eres un
empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabias que siego donde no siembro y
recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para
que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el
talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le
sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese
empleado inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el
rechinar de dientes.”
Nos acercamos paso a paso al final del año litúrgico y la
Palabra de Dios nos invita a reflexionar sobre eso que llamamos el fin del
mundo. Algunos han considerado que esta doctrina cristiana del fin del mundo
era una forma algo tétrica de asustar a la gente. Pero ahora resulta que, en
estos tiempos de crisis ecológica y agotamiento de los recursos, estamos casi
palpando los límites del mundo y sintiendo la inquietud de que, si seguimos por
este camino, la vida (al menos la humana) sobre la tierra se hará inviable. Y,
ante esta perspectiva amenazante, nos sentimos llamados a actuar de manera
responsable: usar con medida los recursos de la tierra, para que duren y alcancen
para todos, también a las futuras generaciones. Pues bien, a esta
responsabilidad fundamental es a lo que nos llama hoy Jesús con la parábola de
los talentos. Y no sólo respecto de los recursos de la tierra, sino, en
general, y también respecto de los recursos de que disponemos personalmente cada
uno. Porque el fin de mundo no es sólo un acontecimiento cósmico posible más o
menos remoto, sino que tiene también un dimensión estrictamente personal: es la
certeza de que la vida humana, la de cada uno de nosotros, es limitada y de que
llegará el momento en que habremos de hacer las cuentas con lo que hemos hecho
en y con ella. Así, esta parábola completa la que meditamos en el domingo 32
sobre las diez vírgenes: porque nuestro presente no está cerrado sobre sí
mismo, estamos a la espera de un acontecimiento futuro que se anuncia con tonos
festivos (la venida del esposo, la celebración de una fiesta), pero que también
es una llamada a la responsabilidad, a un rendimiento de cuentas. Lo que
significa que la espera no es, no debe ser, una actitud pasiva y ociosa. Si la
parábola de las vírgenes nos avisaba de que la espera ha de ser prudente (hay
que hacer provisión de aceite), ahora se subraya ante todo la necesidad de que no
sea ociosa, sino activa y, por tanto, productiva.
No hay nada de tétrico en todo esto. La responsabilidad
es parte de nuestra vida, porque es parte de nuestra libertad. Nuestras
acciones son nuestras, de cada uno, y
por eso cada uno se convierte en responsable de lo que hace. La vida es un don
a nuestra disposición, pero, como es vida,
es también dinamismo, actividad, tarea, tendencia a crecer, capacidad de dar
frutos, de producir, de multiplicarse. Como en la tierra con el problema
ecológico, nuestros recursos vitales (capacidades naturales, habilidades
adquiridas, relaciones, medios materiales y de cualquier otro tipo, etc.) son
limitados, como es limitado el plazo temporal de nuestra responsabilidad. Por
eso, hemos de discernir con cuidado qué hacer con todo ello. La vida es una
cosa seria, no hay que tomársela a broma. Hay que saber invertir los talentos
recibidos para que nuestra vida sea fecunda. Lo contrario de esa inversión es
dilapidarlos hasta llegar a la ruina, o esconderlos llevando una vida egoísta y
estéril.
Jesús, en su parábola, elige bien la comparación: la toma
del ámbito económico, porque ahí la cosa es más patente, pero también es claro
que la inversión de la que habla es de otro tipo. Nuestra vida da réditos y
frutos y se hace fecunda en la medida en que nos esforzamos por hacer el bien.
Hay aspectos de la vida (producir arte, o ciencia y conocimiento, o grandes
intereses económicos) que no están en manos de todos, no todos han recibido
talentos para ello, pero cada uno, con lo que ha recibido, poco o mucho, puede
esforzarse en hacer el bien, en multiplicar la alegría y no la tristeza, en
vivir con justicia, en acoger al que sufre, ayudar al necesitado, ser fiel a la
palabra dada, y así un largo etcétera. Porque estas cosas dependen
estrictamente de nuestra voluntad. En este sentido, nadie ha recibido muchos o pocos
talentos, sino que cada uno tiene los suyos, y se le pide que los haga
fructificar en la medida de sus posibilidades. La responsabilidad es un hecho
absoluto, pero proporcional. Por eso a cada uno se le piden frutos acordes con
los talentos recibidos. La fidelidad no es cuestión de tallas ni de tamaños. El
que es fiel, lo es en lo pequeño y en lo grande. Y la fidelidad en las pequeñas
cosas de cada día es el mejor entrenamiento para garantizar la fidelidad cuando
lleguen, si es que llegan, los momentos difíciles y las grandes pruebas.
El elogio de la mujer hacendosa de la primera lectura no
es necesario leerlo en clave sólo femenina, sino que es el elogio de la persona
responsable, que se toma la vida en serio y multiplica el bien en torno a sí,
mejorando el mundo en el que le ha tocado vivir.
Además, como no sabemos el día ni la hora de nuestro
particular fin del mundo, como nos recuerda Pablo en la segunda lectura, no
hemos de perder el tiempo. Nunca es demasiado pronto para empezar a hacer el
bien, y nunca es demasiado tarde para ponerse a ello. El momento presente en
que nos encontramos, ese es el talento que hemos de invertir y hacer
fructificar. No estamos hablando de una ética obsesiva del trabajo. Ya hemos
dicho que el símil económico hay que tomarlo como comparación, como parábola.
En la vida hay tiempos para trabajar y descansar, para velar y para dormir, como
los hay para llorar y para reír (cf. Eclesiastés 3, 1-8); pero siempre es
“tiempo propicio, día de salvación” (cf. 2Cor 6, 2); porque en todo tiempo
hemos de evitar el mal y tratar de hacer el bien, de modo que “despiertos o
dormidos, vivamos con él” (1 Tes 5, 10).
Y ¿qué pasa con el que devolvió el talento sin producir
frutos? ¿Es que eso no es suficiente? ¿No se nos presenta aquí una imagen algo
rigorista de la responsabilidad cristiana ante Dios? En realidad, no. El que
entregó el talento, después de haberlo tenido escondido sin producir frutos, es
como el que devuelve una vida que él mismo ha convertido en estéril. Que ha de
entregarla es claro, pues, al margen incluso de que seamos o no creyentes, no
vamos a vivir siempre. La vida que hemos recibido (de Dios, si somos creyentes,
del azar o la necesidad, si no lo somos) acabaremos por devolverla tarde o
temprano. La vida del siervo holgazán es la parábola o el icono del que ha
vivido irresponsablemente. Es un fenómeno frecuente, en realidad una tentación
permanente y, según creo yo, el corazón mismo del pecado: tomo la vida y la
libertad (mucha o poca) que comporta, pero yo no respondo ante nadie. Hago lo
que quiero, soy ley para mí mismo, pero que a mí nadie venga a pedirme cuenta
de mis actos. Para enterrar en un agujero el propio talento hay que tomarse
algunas precauciones. Por ejemplo, no transgredir aquellas convenciones
sociales (como las leyes) por las que la sociedad me podría multar o castigarme
con la cárcel. Además, como esas convenciones se van estirando bastante en
muchos aspectos (por ejemplo, en cuestiones de ética sexual y bioética; aunque
todo hay que decirlo, en otras nos estamos poniendo de un moralista cargante,
como en el sermoneo laico de lo políticamente correcto), la posibilidad de
disponer de la propia libertad de manera irresponsable se amplía notablemente.
El único problema es que una vida así, que tal vez no hace nada malo, pero
tampoco nada bueno, se hace estéril y al final no tiene nada que ofrecer. El
que vive así, si ha tenido suerte, puede ser que se lo haya pasado muy bien,
pero su vida, aunque tal vez sea envidiada por muchos, no será admirada por
nadie, porque nada ha producido.
¿Qué significa que el señor era un hombre exigente, que
segaba donde no sembraba y recogía donde no había esparcido? Tal vez haya que
entenderlo en el sentido ya indicado de la seriedad de la vida, que por sí
misma es dinamismo, crecimiento y también riesgo. “Enterrar” los propios
talentos, las propias posibilidades es una especie de traición al don de la
vida. La imagen del señor exigente y duro puede servirnos además de antídoto de
esa otra imagen edulcorada de Dios que se va extendiendo cada vez más, y que lo
ve como un abuelete bonachón que todo lo perdona sin
exigirnos nada, que cierra los ojos ante el mal, y se olvida de exigirnos que
vivamos con responsabilidad. Es verdad que Dios lo perdona todo, pero también
lo es que si nosotros no respondemos (si no somos responsables) a ese perdón
ofrecido, por ejemplo, con un sincero arrepentimiento, la gracia del perdón no
obra su efecto. La bondad de Dios incluye su carácter exigente: si Dios quiere
nuestro bien, significa que quiere que seamos buenos, que vivamos bien, que
seamos responsables, adultos, que se toman la vida en serio, y no que nos
comportemos como niños caprichosos. Recordemos que Jesús es el Hijo de Dios, no
su “nieto”, y que nos llama a caminar por el camino empinado y a entrar por la
puerta estrecha (cf. Mt 7 13-14).
En resumen, la parábola de los talentos es una llamada,
en primer lugar, a la acción de gracias: hemos recibido talentos, ni muchos ni
pocos, sino precisamente los nuestros. Hemos de reconocerlos con agradecimiento
y sin envidia. Nuestra fe no sólo no prohíbe un sano nivel de autoestima, sino
que nos lo exige, al considerar positivamente los dones que Dios nos ha dado.
En segundo lugar, nos llama a la responsabilidad: esos dones son realidades
vivas, semillas llamadas a dar fruto. Nuestra libertad ha de ponerse manos a la
obra para que, en la medida de nuestras posibilidades, el mundo se haga mejor
gracias a nuestra aportación (que, por otro lado, nadie puede hacer por
nosotros). Por fin, nos llama también a la esperanza: contra todas las posibles
evidencias, hacer el bien (ser justos, decir la verdad, sacrificarse por los
demás, etc.) no es ni inútil ni cosa de ingenuos, sino una inversión a largo
plazo que dará frutos a su tiempo.
Cuando tratamos de vivir así, nos abrimos a esas
dimensiones ultimas (escatológicas), a los valores que no pasan, a la eternidad
de Dios que se ha hecho presente en la historia humana por la encarnación de
Jesús, y, de este modo, anticipamos sin miedo el “fin del mundo”, justamente
aquello que en el mundo es definitivo y no pasa nunca, y que se sustancia en el
amor.