34ª semana del tiempo ordinario. Martes: Lc 21, 5-11

Estamos en la última semana del año litúrgico; por eso la Iglesia nos presenta palabras de Jesucristo que hablan del final: final de nuestra vida, final de Jerusalén y final del mundo. El evangelista quizá mezcla aquí palabras de Jesús dichas en diversos momentos, pero que tienen una gran relación. Y nos habla en un lenguaje, que llamamos “apocalíptico”, que se usaba mucho en la Biblia y en otras escrituras de aquel tiempo, cuando querían expresar cosas grandiosas. Era un lenguaje lleno de simbolismos; por lo cual no hay que entenderlo al pie de la letra, sino que debemos comprender lo que entonces querían expresar y lo que la Iglesia nos enseña.

Jesús habla del fin de Jerusalén, que san Lucas, cuando escribe el evangelio, lo había vivido ya; pero que aquí lo escribe con doble sentido simbólico. La primera  enseñanza para nosotros es que no hay que poner demasiado apego en las cosas de este mundo, ya que todo es frágil, por muy hermosas y fuertes que parezcan, como el templo de Jerusalén. Es decir, que no debemos poner demasiada confianza en las realidades mundanas, porque luego el desengaño y el disgusto será mayor. Por eso debemos ser humildes ante todas las instituciones humanas, porque todo pasará.

La destrucción de Jerusalén es un símbolo de la destrucción de todas las cosas y del fin del mundo. Esa destrucción nos ayuda a interpretar muchos acontecimientos de la historia del mundo. Además es el símbolo de la destrucción de una alianza con Dios no cumplida por parte de la humanidad, con una religión de ritos sólo externos, para dar paso a la Nueva Alianza, donde lo más importante es el amor.

Ante este anuncio de Jesús entra la curiosidad y por eso algunos le preguntan cuándo será todo eso. Jesús no responde al cuándo, sino qué conclusiones debemos sacar para perfeccionar nuestra vida. La primera es que, como no sabemos cuándo sucederá el fin de las cosas terrenas, no debemos dar crédito a lo que muchos, que se creen “visionarios”, pueden decirnos. Jesús dice: “Que nadie os engañe”.Y es que este lenguaje de “guerras y terremotos” se presta para aplicarlo a diversos acontecimientos de la historia. Y así ha habido muchos fanáticos que pronosticaron el fin del mundo cuando llegaba el año mil y el dos mil, cuando en realidad eran acontecimientos convencionales, pues quien determinó el año del nacimiento de Cristo parece ser que se equivocó en unos 4 ó 5 años. Ha habido sectas fanáticas, donde muchos se han suicidado pensando en el fin inminente. Sobre cosas de éstas ya tenían los apóstoles problemas con la primitiva cristiandad. Lo importante no es saber cuándo, sino vivir la vida en plenitud, siguiendo el camino que nos llevará a la verdadera vida plena en el cielo. Y muy importante es hacer de este mundo, que parece un mundo de muerte, un mundo que sea vida, vida cristiana, de unidad, de paz y de amor.

Lo que nos quiere decir Jesús hoy es que todo será expuesto ante el juicio de Dios. Por eso ninguna mentira quedará en pie. Y el templo era como una mentira, pues parecía que era lo más grande de la religión, cuando en realidad lo más grande está en el templo que Dios quiere tener en el corazón de todas las personas. Hoy también hay muchos que ponen la grandeza de la religión en edificios y en hechos grandiosos. Pueden ser expresiones de una verdadera religiosidad; pero lo importante no es el templo, sino Dios que habita en el templo. También son los templos externos de las personas, especialmente los pobres y necesitados. Jesús nos dijo que ahí está El.

Estas palabras de Jesús son una llamada a la vigilancia. Debemos estar en “vela”, no para vivir atemorizados ni para sembrar temor, sino para vivir nuestra fe con la alegría de que Dios está con nosotros, para que triunfe su amor en el mundo. Si hay guerras y destrucción, como sucedió en el templo de Jerusalén, se debe a que hay mucha codicia humana y muchos pecados y mucho egoísmo. El triunfo del amor, como Jesús lo predicó, es también el triunfo de la paz entre todos los pueblos.