1ª semana de Adviento. Jueves: Mt 7, 21.24-27

Jesús terminaba su “sermón de la montaña”. En él nos formulaba la manera de actuar para ser verdadero discípulo suyo. Había un peligro de leer u oír estas palabras sólo de forma externa sin ponerlas en práctica. Esto sería actuar como un hombre necio. Jesús termina poniendo la parábola de la casa que uno quiere construir. Si la construye sobre arena, sin fundación, será un necio, pues cuando vengan los vientos y la lluvia, se vendrá abajo. Nuestra vida espiritual debe ser prudente o sabia, como el que construye la casa sobre una buena fundación o sobre roca. Comienza hoy el evangelio con la clave de la distinción entre lo que es la sabiduría y la necedad. Sabiduría y salvación y paz, que es garantía para entrar en el reino de los cielos, no es sólo recitar oraciones, como decir: “Señor, Señor”, sino cumplir la voluntad de Dios.

No quiere decir Jesús que no haya que orar. Muchas veces nos insiste en la necesidad de la oración. Y muchas veces nos da ejemplo con su propia oración. Lo que nos dice es que esa oración debe tener una repercusión en nuestra propia vida y que la oración debe ayudarnos para unirnos más con la voluntad de Dios.

Hasta en el aspecto externo de esta vida se nota la firmeza de aquellos que ponen su confianza en la voluntad de Dios. Hay muchas personas que sienten una gran inseguridad en su vida. Esto pasa cuando su modo de vida depende de sus impulsos, de sus caprichos o comodidades. Todo ello puede fallar y lo saben. Entonces suelen venir muchas depresiones, vacíos y desilusiones. Cuando se pone la ilusión plena en cosas que cambian y terminan, viene la falta de paz y tranquilidad. Se ha edificado la vida sobre arena. Otra cosa muy diferente es cuando se edifica la vida en la voluntad de Dios. Por eso hay muchas personas que, a pesar de los sufrimientos y dificultades, muestran una gran paz y tranquilidad, que es un don del Espíritu Santo, porque ponen su vida en las manos de Dios. Esto también hay que saberlo pedir con humildad, como siempre que rezamos el padrenuestro y decimos: “Hágase tu voluntad...”

Es como la Virgen, siempre disponible en las manos de Dios. Su manera de vivir se condensa en aquellas sus palabras: “Hágase en mí según tu Palabra”. El hecho de que se cumpla la voluntad de Dios en nosotros no tiene que ser precisamente que todo nos salga bien o que no nos vengan calamidades. Consiste en una persuasión, que es una gracia de Dios, de que estando en las manos de Dios, es lo mejor que nos puede pasar, porque Dios es nuestro Padre y sólo puede querer nuestro bien. Quien llegue a sentir esto, sabrá que su vida está fuerte, como cimentada sobre roca viva.

Desgraciadamente no suele ser muy frecuente, ya que nos solemos fiar más de nuestra propia personalidad o fuerzas y de las instituciones materiales. Así suele pasar en muchos matrimonios que fundan su unión en un amor romántico o en el egoísmo, y luego viene la ruina. Pasa también en vocaciones a la vida religiosa, cuando se fundamenta en caprichos externos o en fracasos humanos y no se fundamenta en el amor a Dios y a los hermanos. Otros quieren fundamentar su vida espiritual en horóscopos o en aspectos milagreros de falsos mesías. Así que nuestra oración no debe ser un sentimiento o un pasatiempo, sino que debe comprometernos para la vida.

Por eso nos interesa descubrir cuál es la voluntad de Dios para cada uno de nosotros. En primer lugar tenemos los mandamientos de Dios y los mandamientos de la Iglesia. Podemos examinar despacio este “sermón de la montaña”, que está en los capítulos 5, 6 y 7 de san Mateo. También están los acontecimientos de cada día, cuando no dependen de nosotros. De todo podemos sacar provecho, si sabemos seguir haciendo el bien en todos ellos. A veces creemos que nuestra vida vale para poco, porque no hacemos grandes cosas. Para Dios no importa si hemos hecho prodigios o eventos espectaculares. Lo que importa para Dios es que en las pequeñas cosas de cada día nuestra voluntad esté unida en todo a la suya.