1ª semana de Adviento. Sábado: Mt 9, 35 – 10,1.6-8

Nos dice el evangelio que Jesús iba predicando el evangelio del Reino por ciudades y aldeas. Es decir en todos los lugares donde llegaba, fueran grandes o pequeños. Y, cuando llegaba a un lugar, aprovechaba las circunstancias propicias para predicar. Una buena circunstancia, que solía aprovechar, era la reunión en la sinagoga el día del descanso semanal. Allí solía tener la oportunidad de comentar la lectura de la sagrada escritura, correspondiente a ese día o la que él escogía.

Predica el Reino de Dios. Habían oído hablar de ese “Reino” en sentido demasiado material. Jesús les enseña que es sobre todo amor, un amor que no es sólo teoría, sino hacer el bien. Por eso curaba a todos los que venían con males y dolencias.

En este día vemos a Jesús que se compadece de la muchedumbre que le sigue atraída especialmente por los milagros que hace, pero con muy poca formación espiritual. Dice que son como ovejas sin pastor. Esto se debía a que los que les enseñaban el camino para acercarse a Dios, les enseñaban un camino frío, lleno de leyes, lleno de temor. No conocían a Dios como Padre, que es sobre todo amor.

Hoy también la gente se deja llevar por falsos profetas, adivinos, predicadores de errores y supersticiones. Pero Jesús ha venido para liberar a los espíritus, para enseñarnos sobre todo el amor. Y hoy como entonces nos dice: “La mies es mucha y los obreros son pocos”. Todos podemos hacer algo: por lo menos orar.

Y como una consecuencia práctica en buscar soluciones, escoge a los doce apóstoles, que le van a ayudar en la obra de predicar el amor. Cuando Jesús les llama quizá tendrían buena voluntad, pero estaban muy poco preparados para comprender y poner en práctica el mensaje del amor, la renuncia a los privilegios y al poder, la doctrina del servicio hasta la muerte. Y sin embargo a estos tan poco preparados ya les envía Jesús para curar los males del cuerpo y del alma.

Es como si a Jesús le apremiara mucho el curar llagas y heridas, curar angustias y depresiones, desterrar odios y rivalidades; y sobre todo alentar, estimular, sembrar esperanza, hacer brotar la confianza, iluminar las conciencias. A todo ello les envía Jesús a aquellos hombres poco preparados. También a todo ello Jesús nos envía a nosotros. La Iglesia es esencialmente misionera. Desde el Conc. Vaticano II se dice que la Iglesia es signo eficaz de la gracia para el mundo, es continuadora de la presencia salvífica de Jesucristo. Para esa misión tiene la promesa de la asistencia divina hasta el fin del mundo de modo que la salvación pueda llegar a todos.

Hoy Jesús nos transmite su compasión y nos dice que hay mucho que trabajar en un mundo en el  que vemos tantos odios, injusticias, pobrezas materiales y espirituales. Todos nosotros, por el hecho de ser seguidores de Cristo, ya somos o debemos ser misioneros. ¿Qué debemos hacer? Ante todo hacer caso de esta llamada del Señor, sentirse responsables, ser misericordiosos, luchar contra el mal, animar a los demás, vivir desprendidos y entregarse con valentía y alegría. Debemos ser misioneros como personas individuales; pero también como grupos organizados.

La tarea es grande porque hay mucha gente desorientada, vacía de Dios y llena sólo de bienes materiales o de deseos de tenerlos. Todos podemos hacer algo, al menos con la oración. Claro que la oración más preciosa es la del ofrecimiento: ofrecernos para ayudar a Cristo y a su Iglesia en la evangelización. Si no directamente, preparando el camino al Señor, como entonces era la labor principal de los apóstoles, al menos actuando según las posibilidades de cada uno: en la familia, en el trabajo, etc.

Decimos que por lo menos debemos ser apóstoles con la oración, porque la evangelización es sobre todo una empresa divina. No es fácil cambiar un ambiente de odio en un ambiente de amor; pero los apóstoles fueron enviados para predicar el Reino de Dios, que es reino de misericordia y de amor.