2ª semana de Adviento. Martes: Mt 18, 12-14

En el ambiente de Adviento, en que se habla de conversión, es natural que se hable de la misericordia de Dios, que busca al pecador. Hoy lo hace por medio de la parábola de “la oveja perdida”. Hay muchos que no han visto un rebaño de ovejas, o quizá sólo por medio de la televisión. Son animales dóciles, pero un poco tontitos: Si ven algunas hiervas que les gustan, se van apartando del rebaño. El pastor tiene que estar atento, o a veces el mismo perro que suele llevar el pastor, para hacerlas entrar en el grupo. Pero alguna vez el pastor se descuida y la oveja se va marchando hasta que se pierde, sobre todo si se enreda en algunos matorrales. Este ejemplo, al ser parábola, se traslada a las personas que, atolondrados por los atractivos del mundo y enredados por estas redes mundanas, se pierden del grupo donde están las gracias de Dios.

Debemos ponernos en el puesto de aquel pastor que tiene cien ovejas, que al ser lo único para el sustento de su familia, según va vendiendo alguna, se siente muy triste si pierde una. Entonces procura dejar encerradas las 99 y se va, aunque tenga que pasar dificultades, a buscar la perdida. Si la encuentra, se llena de alegría. Esto es lo que hace Dios con nosotros si nos perdemos. Dios no se queda indiferente ante una infidelidad: se preocupa en mandar gracias para el arrepentimiento. Sólo que nosotros no somos como ovejas sin voluntad propia. Él mismo nos ha hecho libres. Pero si nos hemos apartado de su amor y luego nos arrepentimos, la alegría de Dios es inmensa.

La primera lectura de hoy, muy propia de este tiempo de Adviento, es del profeta Isaías (propiamente es su discípulo en el destierro). Muestra a Dios lleno de misericordia hacia su pueblo, que ha sabido arrepentirse, y le muestra que la salvación está cerca, enseñándole el camino hacia su patria. En el salmo responsorial se canta alegre al Señor “que ya llega, ya llega a regir la tierra”. Hoy el evangelio nos dice que se alegra más por la perdida, que por las 99 que están en el redil. No quiere decir que no quiera infinitamente a las 99, sino debido a la especial tristeza que había sentido por el alejamiento de una persona, ahora manifiesta por ella una especial alegría.

Termina la parábola diciendo que Dios, nuestro Padre, no quiere que se pierda ninguno de estos pequeñuelos. Precisamente acababa de hablar a favor de los niños, que entonces estaban bastante marginados. Aquí  en la palabra “pequeños” podemos ver a toda persona marginada, los pobres, humildes y abandonados, y de una manera especial a los pecadores. Todos son importantes para Dios. Este ejemplo de la oveja perdida lo manifestó Jesús con su propia vida, dispuesto siempre a perdonar. Es reveladora la escena de los dos discípulos que, desilusionados, se vuelven a Emaús: cómo Jesús les sale al encuentro, les alienta, fortalece su fe y les da la alegría.

Todos somos débiles y, aunque no nos sintamos muy extraviados, en este tiempo de Adviento es más propio para rectificar el camino y podernos encontrar en los brazos amorosos de Jesús. Pero la parábola nos enseña también nuestra actitud para con los demás. ¿Sabemos respetar a los demás, esperarles, ser comprensivos con ellos y ayudarles a encontrar el verdadero sentido de sus vidas? ¿Nos alegramos de verdad, como se alegra el Señor, si alguno cambia de vida y se entrega más al Señor?

De alguna manera todos somos algo pastores, todos somos responsables de los demás. Debemos tener un corazón grande. No vivimos aislados. Por eso no debemos ser indiferentes ante cualquier desgracia, y la desgracia más grande es el pecado: es la actitud de aquel que ha perdido a Dios o ha perdido la esperanza de vivir. Los males de unos son también males nuestros. A veces debemos dejar nuestros intereses particulares para ir en busca del hermano extraviado.

Que la Santísima Virgen María, Madre del Adviento, nos ayude a imitar los sentimientos paterno-maternales del Señor para que entre todos formemos un gran grupo donde nos sintamos más hermanados en la espera de la Navidad.