2ª semana de Adviento. Miércoles: Mt 11, 28-30

 Acababa Jesús de alabar a su Padre celestial porque daba la sabiduría interna a la gente sencilla en contraposición de los orgullosos, como eran aquellas ciudades donde había hecho milagros y no le seguían. Sin embargo ve que esa gente sencilla no puede ir a Dios por las “cargas” que los escribas y maestros de la Ley les imponían, sin que ellos mismos quisieran llevarlas. Era un “yugo” muy pesado. Ahora Jesús, lleno de bondad y misericordia les propone un “yugo” mucho más fácil y llevadero.

Es la explosión del Corazón misericordioso de Jesús, que es el mismo Corazón de Dios. Hoy en el salmo responsorial se dice que Dios está lleno de gracia y ternura, que es compasivo y misericordioso. Así aparece hoy Jesús, como el que libera de las angustias y da paz y serenidad y confianza para vivir.

Esta es una invitación también para nosotros, que muchas veces estamos “cansados y agobiados”. La principal carga que tenemos y que nos separa de Dios es el pecado. Si no sentimos que es carga, es que estamos más enfermos todavía. Si al menos sentimos que nos falta la paz interior, podemos dar el primer paso para encontrarla acudiendo a Jesús. A veces el orgullo nos hace creer que nosotros solos nos bastamos para tener la paz y tranquilidad del alma; pero nuestra fe nos dice que es Jesús quien nos la puede dar en plenitud; Él es el “descanso para el alma”.

El alma y el cuerpo están íntimamente unidos. Por eso, si el alma no está en paz, se nota también en el cuerpo. Del hecho de estar el alma metida en el mal proceden las ansiedades espirituales, las depresiones, temores y dudas. Todos tenemos pecados, unos más y otros menos. Por eso necesitamos acudir constantemente a los brazos de Jesús. El nos une con Dios. No basta sólo el hecho de que estemos perdonados, sino que nos tenemos que poner en las manos de Dios, para que la paz del alma sea total. Se trata de una paz muy diferente de la que el mundo da por medio de las cosas pasajeras. Es una paz que, como diría san Pablo, “sobrepasa todo entendimiento”.

Esta paz del alma, a la que nos invita hoy Jesús, va unida con el gozo del espíritu. Es porque procede del amor; y el amor desecha todo temor y nos ayuda a enfrentar el futuro con gran esperanza, que culminará con la vida eterna. Para eso debemos “ir” a Jesús. El es “manso y humilde de corazón”. Todos podemos ir; pero es una invitación para que, acudiendo a El, seamos también mansos y humildes de corazón. Nadie puede ir rectamente a Dios con orgullo, sino siendo como niños necesitados.

Esta figura de Jesús acogiendo es la que debe ser propia de toda la Iglesia y de cada uno de nosotros. Jesús nos invita a ser testigos de esperanza para muchos que no ven sentido en su vida y en la historia. Nosotros podemos ayudar a dar verdadero sentido a la vida, si ven que nuestra vida está envuelta en paz interior, porque estamos más llenos de Dios. Para ello debemos ser mansos y humildes de corazón. Ser mansos no quiere decir despreocupados o pusilánimes o débiles. Alguien es manso cuando tiene la suficiente fortaleza del alma, porque se ha violentado a sí mismo, para no violentar a los demás. Humilde de corazón es el huir de las vanidades mundanas, porque el corazón se siente lleno de Dios. Por lo tanto no lucha para tener más que los demás o dominar a otros, ya que cree necesitar esos apoyos para no fracasar.

Jesús hoy nos invita también, no sólo a acudir a El en nuestras dificultades, sino a compartir las cargas de los demás, especialmente de aquellos que se sienten tristes y débiles. Todos formamos una unidad. Por eso las injusticias sociales, la pobreza, el hambre, el desempleo y tantas angustias espirituales nos atañen a todos. Atenderlas es como acercar a Dios a aquellos que no confían en El. Alguna vez nos parece que Dios está lejano y que no conoce nuestros problemas. Hoy en la primera lectura, el profeta expresa que Dios está cerca y está dispuesto a dar fortaleza a los débiles y cansados. Quien confía en El verá sus fuerzas renovadas para el caminar de la vida.