Domingo
II de Adviento/B
(Is 40, 1-5.9-11; 2 Pe 3, 8-14; Mc 1, 1-8
Dos propuestas
Las Lecturas
de este Segundo Domingo de Adviento nos invitan a prepararnos para la
celebración de la venida de Jesús, al celebrar su cumpleaños en esta Navidad.
El Evangelio
nos presenta a San Juan Bautista, uno de los principales personajes bíblicos de
este Tiempo de Adviento, que es tiempo de preparación a la venida de
Cristo. La Liturgia de estos días nos recuerda las cosas que hacía y que
decía el Precursor del Señor. Este personaje ya había sido anunciado en
el Antiguo Testamento como “una voz que clama en el desierto” y
que diría: “Preparen el camino del señor… Rellénense todas las
quebradas y barrancos, aplánense todos los cerros y colinas; los caminos
torcidos con curvas serán enderezados y los ásperos serán suavizados” (Is. 40, 1-5).
El Evangelio
de Marcos describe la personalidad y la misión del Precursor de Cristo (cfr Mc 1,2-8). Empezando por el aspecto
exterior, Juan es presentado como una figura muy ascética: vestido de piel de
camello, se nutre de langostas y miel silvestre, que encuentra en el desierto
de Judea (cfr Mc 1,6). Jesús mismo,
una vez, lo contrapone a aquellos que “están en los palacios del rey” y que
“visten con lujo” (Mt 11,8). El estilo de Juan Bautista debería
llamar a todos los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de vida,
especialmente en preparación de la fiesta de Navidad, en la que el Señor –como
diría san Pablo– “de rico que era, se hizo pobre por nosotros, para que
nosotros nos hiciéramos ricos por medio de su pobreza” (2 Cor 8,9).
Por lo que
se refiere a la misión de Juan, fue un llamamiento extraordinario a la
conversión: su bautismo “está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva
forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de
Dios” (Jesús de Nazaret, I, Madrid 2007, p. 36) y de la
inminente aparición del Mesías, definido como “aquél que es más fuerte que yo”
y que “bautizará en Espíritu Santo” (Mc 1,7.8). La llamada de Juan
va por tanto más allá y más en profundidad respecto a la sobriedad del estilo
de vida: llama a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la
confesión del propio pecado. Mientras nos preparamos a la Navidad, es
importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de
nuestra vida. Dejémonos iluminar por un rayo de la luz que proviene de Belén,
la luz de Aquél que es “el más Grande” y se ha hecho pequeño, “el más Fuerte” y
se ha hecho débil.
Los cuatro
evangelistas describen la predicación de Juan Bautista refiriéndose a un pasaje
del profeta Isaías: “Una voz grita: «En el desierto preparad el camino al
Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios»“(Is 40,3).
Marcos inserta también una cita de otro profeta, Malaquías, que dice: “Mira,
envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino” (Mc 1,2;
cfr Mal 3,1). Estas alusiones a las
Escrituras del Antiguo Testamento “hablan de la intervención salvadora de Dios,
que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a É hay que abrirle la
puerta, prepararle el camino” (Jesús de Nazaret, I, p. 37).
Revisemos
nuestra vida ¿Me reconozco pecador? ¿Estoy arrepentido de mis pecados de
pensamiento, de palabra, de obra, de omisión…de mi niñez, adolescencia,
juventud, edad madura y vejez…de mis pecados ocultos y desconocidos? ¿Acudiré
en este Adviento al sacramento de la reconciliación para encontrarme con ese
Padre lleno de misericordia y ternura para que me perdone, me purifique y así
poder llegar lo menos indignamente preparado para la santa Navidad?
A la materna
intercesión de María, Virgen de la espera, confiamos nuestro camino al
encuentro del Señor que viene, mientras proseguimos nuestro itinerario de
Adviento para preparar en nuestro corazón y en nuestra vida la venida del
Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
‘¡Déjense
consolar por el Señor!’ (Cfr. Francisco, Mc 1, 1-8)
Este domingo
marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento, un tiempo estupendo que
despierta en nosotros la espera del regreso de Cristo y el recuerdo de su
venida histórica. La liturgia de hoy nos presenta un mensaje lleno de
esperanza. Es la invitación del Señor expresada por boca del profeta Isaías:
‘Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios’ (40,1). Con estas palabras se
abre el Libro de la Consolación, en el que el profeta dirige al pueblo en el
exilio el anuncio gozoso de la liberación. El tiempo de tribulación ha
terminado; el pueblo de Israel puede mirar con confianza al futuro: le aguarda
finalmente el regreso a casa. Y por eso, la invitación a dejarse consolar por
el Señor.
Isaías se
dirige a gente que ha pasado por un período oscuro, que ha sufrido una prueba
muy dura; pero ahora ha llegado el tiempo de la consolación. La tristeza y el
miedo pueden dejar lugar a la alegría, porque el Señor mismo guiará a su pueblo
en el camino de la liberación y la salvación. ¿Cómo se hará todo esto? Con el cuidado
y la ternura de un pastor que cuida de su rebaño. De hecho, Él dará unidad y
seguridad al rebaño, lo hará pastar, reunirá en su redil seguro a las ovejas
dispersas, prestará especial atención a las más frágiles y débiles (v. 11).
Esta es la actitud de Dios hacia nosotros sus criaturas. De ahí que el profeta
invita a quien le escucha –incluyéndonos a nosotros, hoy– a difundir entre
el pueblo este mensaje de esperanza. El mensaje es que el Señor nos consuela, y
dejar espacio al consuelo que viene del Señor.
Pero no
podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros primero no
experimentamos la alegría de ser consolados y amados por Él. Esto sucede
especialmente cuando escuchamos su Palabra, el Evangelio que tenemos que llevar
en el bolsillo. No olvidaros de esto. El Evangelio, en el bolsillo, en el
bolso, para leerlo continuamente. Y esto nos da consuelo. Cuando permanecemos
en la oración silenciosa en su presencia, cuando nos encontramos con Él en la
Eucaristía o en el Sacramento del Perdón. Todo esto nos consuela.
Dejemos
entonces que la invitación de Isaías –“Consuelen, consuelen a mi pueblo“–
resuene en nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Hoy se necesitan
personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacude
a los resignados, reanima a los desalentados, enciende el fuego de la
esperanza. ¡Él enciende el fuego de la esperanza! ¡Nosotros, no! Muchas
situaciones requieren nuestro testimonio consolador. Ser personas alegres,
consoladas. Pienso en aquellos que están oprimidos por sufrimientos,
injusticias y abusos; a los que son esclavos del dinero, del poder, del éxito,
de la mundanidad. Pobrecillos. Tienen consuelos falsos. No, el verdadero
consuelo del Señor. Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos,
testimoniando que sólo Dios puede eliminar las causas de los dramas
existenciales y espirituales. ¡Él puede hacerlo! ¡Es poderoso!
El mensaje
de Isaías, que resuena en este segundo domingo de Adviento, es un bálsamo sobre
nuestras heridas y un estímulo para preparar diligentemente el camino del
Señor. El profeta, de hecho, habla hoy a nuestro corazón para decirnos que Dios
olvida nuestros pecados y nos consuela. Si nos confiamos a Él con corazón
humilde y arrepentido, Él derribará los muros del mal, llenará los hoyos de
nuestras omisiones, allanará los baches de la soberbia y de la vanidad, y
abrirá el camino del encuentro con Él.
Es curioso
pero tantas veces tenemos miedo de la consolación, de ser consolados, es más
nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Saben por qué?
Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas… En cambio, en la
consolación, es el Espíritu Santo el protagonista. Es Él el que nos consuela,
es Él el que nos da la valentía de salir de nosotros mismos, es Él el que nos
lleva a la fuente de toda verdadera consolación, es decir, al Padre. Y esto es
la conversión. Por favor, ¡dejaos consolar por el Señor! ¡Dejaos consolar por
el Señor!
La Virgen
María es el ‘camino’ que Dios mismo se ha preparado para venir al mundo.
Encomendamos a ella la esperanza de la salvación y la paz para todos los
hombres y mujeres de nuestro tiempo.