(Is 61, 1-2.10-11; 1 Tes 5, 16-24;
Jn 1, 6-8.19-28)
…toda
la historia humana es una larga espera…
Estamos ya en el tercer domingo de Adviento. Hoy la
liturgia recuerda la invitación del apóstol Pablo: “Estén siempre alegres en el
Señor; se lo repito, estén alegres… El Señor está cerca” (Fil 4, 4-5). La madre
Iglesia, mientras nos acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir
el sentido y el gusto de la alegría cristiana, tan distinta a la del mundo.
A este Domingo de Adviento la Iglesia por esto lo llama “Domingo
Gaudéte”, es decir, “Estén siempre alegres en el
Señor, se lo repito, estén alegres” Flp 4, 4.5). La verdadera alegría en la
vida es Jesús que con su nacimiento viene a disipar las tinieblas del pecado y
envolvernos en su luz maravillosa. “LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO llena el corazón y
la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por
Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del
aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1).
El Papa Francisco ha dicho que “El gran riesgo del mundo
actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza
individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza
de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no
entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce
alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y
se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de
una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la
vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
El Evangelii Gaudium en Papa invita a cada cristiano, en cualquier lugar
y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal
con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de
intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta
invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada
por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un
pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos
abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado
engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para
renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame
una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él
cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de
perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia.
Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo:
Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y
otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e
inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una
ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría.
No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo
que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
En eso es en lo que consiste la verdadera alegría: sentir
que nuestra existencia personal y comunitaria es visitada y colmada por un gran
misterio, el misterio del amor de Dios. Para alegrarnos, necesitamos no sólo
cosas, sino amor y verdad: necesitamos a un Dios cercano, que calienta nuestro
corazón, y responde a nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha
manifestado en Jesús, nacido de la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos
en la cabaña o en la cueva, es el centro de todo, es el corazón del mundo.
Pensemos ¿Vivo alegre en mi vida cristiana? ¿Quién es la
fuente de mi alegría? ¿He abierto de par en par las puertas de mi existencia a
la luz de Cristo o tengo algunas ventanas cerradas donde no ha entrado todavía
esta luz de Cristo? ¿Cuáles: afectividad, voluntad, sentimientos, éxitos, fracasos…?
Oremos para que cada persona, como la Virgen María, pueda
acoger como centro de su propia vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la
verdadera alegría.
Señor, lléname de tu alegría y de tu luz. Señor,
que sea portador a mi alrededor de tu alegría y de tu luz. Que mi alegría sea
honda y profunda, fundamentada en Ti.
‘Con Jesús la
alegría es de casa’ (Cfr. Papa Francisco)
III Domingo
de adviento/B
Desde hace dos semanas el Tiempo de Adviento nos ha
invitado a la vigilancia espiritual para preparar el camino al Señor, del Señor
que viene. En este tercer domingo la liturgia nos propone otra actitud interior
para vivir la espera del Señor, o sea la alegría. La alegría de Jesús, como
dice ese cartel, la alegría de Jesús es de casa. O sea que nos propone la
alegría del Jesús.
El corazón del hombre desea la alegría, todos nosotros
aspiramos a la alegría. Cada familia, cada pueblo aspira a la felicidad. ¿Pero
cuál es la alegría que el cristiano está llamado a vivir y testimoniar? Es la
que viene de la cercanía de Dios, de su presencia en nuestra vida. Desde que
Jesús entró en la historia, con su nacimiento en Belén, la humanidad ha
recibido el germen del Reino de Dios, como un terreno que recibe la semilla,
promesa de la futura cosecha. ¡No necesitamos buscar en otras partes! Jesús
vino a traer la alegría a todos y para siempre.
No se trata de una alegría solamente esperada o
desplazada al paraíso, ‘aquí en la tierra estamos tristes pero en el paraíso
estaremos alegres’, no, no es esto. Pero una alegría ya real y que se puede
sentir ahora, porque el mismo Jesús es nuestra alegría, es nuestra casa. Con
Jesús la alegría está en casa, y sin Jesús hay alegría?
¡No! Jesús está vivo, es el resucitado, y opera en nosotros, especialmente
con la palabra y los sacramentos.
Todos nosotros bautizados, hijos de la Iglesia, estamos
llamados a acoger siempre nuevamente la presencia de Dios en medio de nosotros
y a ayudar a los otros a descubrirla, o a redescubrirla si la hubiéramos
olvidado. Es una misión bellísima, similar a la de Juan el Bautista: orientar
la gente a Cristo –no a nosotros mismos– porque Él es la meta hacia la cual
tiende el corazón del hombre cuando busca la alegría y la felicidad.
Nuevamente san Pablo en la liturgia de hoy nos indica las
condiciones para ser “misioneros de la alegría”: rezar con perseverancia, dar
siempre gracias a Dios, seguir su Espíritu, buscar el bien y evitar el mal. Si
esto será nuestro estilo de vida, entonces la Buena Noticia podrá entrar en
tantas casas y ayudar a las personas y familias a descubrir que en Jesús está
la salvación. En Él es posible encontrar la paz interior y la fuerza para
enfrentar cada día las diversas situaciones de la vida, mismo las más pesadas y
difíciles.
Nunca se oyó de un santo triste o de una santa con la
cara fúnebre, nunca se ha oído, sería un contrasentido. El cristiano es una
persona que tiene el corazón colmo de paz, porque sabe poner su alegría en el
Señor, incluso cuando atraviesa momentos difíciles en la vida. Tener fe no
significa no tener momentos difíciles, pero tener la fuerza de enfrentarlos
sabiendo que no estamos solos. Y esta es la Paz que Dios dona a sus hijos.
Con la mirada dirigida a la Navidad que está cerca, la
Iglesia nos invita a dar testimonio que Jesús no es un personaje del pasado: Él
es la palabra de Dios que hoy sigue iluminando el camino del hombre, sus
gestos, los sacramentos, son la manifestación de la ternura, de la consolación
y del amor del Padre hacia cada ser humano. La Virgen María ‘causa de nuestra
alegría’ nos vuelva siempre alegres en el Señor, que viene a liberarnos de
tantas esclavitudes interiores y exteriores.
Pensemos ¿Vivo alegre en mi vida cristiana? ¿Quién es la
fuente de mi alegría? ¿He abierto de par en par las puertas de mi existencia a
la luz de Cristo o tengo algunas ventanas cerradas donde no ha entrado todavía
esta luz de Cristo? ¿Cuáles: afectividad, voluntad, sentimientos, éxitos,
fracasos…?
Oremos para que cada persona, como la Virgen María, pueda
acoger como centro de su propia vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de la
verdadera alegría.
Señor, lléname de tu alegría y de tu luz. Señor,
que sea portador a mi alrededor de tu alegría y de tu luz. Que mi alegría sea
honda y profunda, fundamentada en Ti.