CICLO  A

TIEMPO DE NAVIDAD

II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD

En todas las fiestas de estos días se viene explicitando el misterio  de la Navidad, puesto de manifiesto en la petición que hacíamos en la oración colecta de la misa del día: “concédenos compartir la vida divina de aquél que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”. De hecho en este domingo leemos el prólogo del Evangelio de San Juan, proclamado también en el día de Navidad. Este texto en forma de himno, expresa el misterio de la Encarnación, predicado por los Apóstoles, testigos oculares. Especialmente San Juan, cuya fiesta se celebra el 27 de diciembre, dentro de la octava de Navidad.

Las lecturas de hoy proclaman que Dios no sólo es el Creador del universo (primera lectura), sino que es Padre; que "nos eligió antes de crear el mundo... predestinándonos a ser sus hijos adoptivos" (segunda lectura). Y por esto "el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros" (Evangelio). Dios se hace hombre, asume la naturaleza humana, para que el hombre pueda participar de la naturaleza divina (2 P 1,4).

El Evangelio concreta la forma en que el hombre llega a participar de la naturaleza divina. La Palabra eterna de Dios, su Hijo unigénito, se hace carne y acampa entre nosotros. Y a “cuantos la recibieron  les da poder para ser hijos de Dios”. Comenta Benedicto XVI: “Se trata de un texto admirable que ofrece una síntesis vertiginosa de toda la fe cristiana”.

La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, “se rebajó hasta asumir la humildad de nuestra condición —dice San León Magno— sin que disminuyera su majestad”. Nosotros ponemos nuestra fe y nuestra esperanza en un Dios, que en Jesucristo ha manifestado definitivamente su voluntad de estar con nosotros los hombres, de caminar junto a nosotros, compartiendo las vicisitudes de nuestra existencia, para hacernos partícipes de su vida divina. “De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia”. Se pregunta San Agustín: “¿Cuál es la primera gracia que hemos recibido? Es la fe. La segunda gracia es la vida eterna”.

El Dios y Padre de nuestro Señor “nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo” (segunda lectura). Por la fe y el bautismo renacemos como hijos de Dios. Es un nuevo nacimiento. El texto del prólogo evangélico de San Juan está escrito en clave de creación: “Por medio de la Palabra se hizo todo”. Somos hijos en el Hijo eterno de Dios. Se nos da el ser filial de Cristo. Dios nos hace hijos suyos divinamente, no jurídicamente. Para el cristiano ser hijo de Dios no es un mero título. Es un hecho misterioso pero real y actual. “Hijos de Dios” no es un reconocimiento exterior, sino una verdadera participación de la naturaleza divina.

Pero esta realidad filial es un proyecto de amor, y el amor exige una respuesta en libertad. Llegamos a ser hijos de Dios si recibimos, en la fe y el amor, a Cristo, la Palabra hecha carne. Si nos hacemos semejantes a Él, si le imitamos, si le seguimos. Si tenemos los sentimientos propios de Cristo Jesús.

La vivencia auténtica del misterio de la Navidad ha ser realidad de todos los días. No sólo de estas entrañables fechas. En todo momento debemos recibir a Cristo, el Dios hecho carne, que acampa entre nosotros, con nosotros. Es el Emmanuel.

MARIANO ESTEBAN CARO