Día 3 de
Enero: Jn 1, 29-34
Después de pasada
El Bautista dice sobre
Jesús que es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo, el que tiene
un bautismo muy superior al suyo porque va a bautizar en el Espíritu, que ha
visto descender sobre El, y por fin dice que es el Elegido o el Hijo de Dios.
En todas estas calificaciones podemos ver no sólo lo que el Bautista opinaba
sobre Jesús, a quien tendría por el Mesías, sino la acentuación más grandiosa
que va poniendo el mismo evangelista, como una catequesis para sus lectores y
para nosotros mismos, de que Jesús no sólo era el Mesías, sino el mismo Hijo de
Dios.
“El Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo”: Esta expresión era más inteligible para los
israelitas que para nosotros. Ellos estaban acostumbrados a ver los sacrificios
que los sacerdotes hacían en el templo como expiación de los pecados. En
realidad no quitaban los pecados. Servían, como el mismo bautismo de Juan, para
ayudar a la persona a arrepentirse de los pecados. Dios sobre todo ve lo
interior del corazón. Pero Jesús sí iba a tener el poder de quitar los pecados,
por ser Dios, y tendría el poder de dejar en manos de otros este poder. Y
tendría este poder por los méritos de su muerte en cruz. No en vano el
evangelista, en el capítulo 19, acentúa algunas circunstancias de la muerte de
Jesús, cuando los sacerdotes ofrecían en el templo los corderos pascuales.
También en esta expresión está el recuerdo y la realidad que había profetizado
Isaías al Mesías como el “Siervo de Dios”.
El Bautista hace referencia
a la diferencia entre su bautismo, que sólo es expresión del arrepentimiento
interior, con el de Jesús, que verdaderamente nos da el Espíritu. Es ese mismo
Espíritu que ha visto descender inundando a Jesús. Por eso le llama Hijo de
Dios. Pero a nosotros también se nos puede llamar “hijos de Dios”. Hoy en la
primera lectura el mismo Juan Evangelista en su primera carta nos habla de
nuestra dignidad y nuestro compromiso como hijos de Dios, dignidad recibida en
el Bautismo.
Comienza la parte, que nos
trae hoy esta primera carta de Juan diciendo que “quien practica la justicia ha
nacido de Dios”. Este nacer de Dios es el fruto de haber sido bautizado en el
Espíritu. El bautismo nos enaltece de modo que podemos llamar de verdad Padre a
Dios. Esta grandeza de ser hijos de Dios no es algo que se vea de una manera
externa, sino por la fe. Como tampoco aquellas gentes lo reconocían en Jesús.
Son misterios de fe que lo veremos con plenitud en la vida futura. Pero ahora
nuestra fe nos dice que Dios nos ama, nos conoce y nos destina a una eternidad
de vida.
Todo ello lo iremos
descubriendo según apartemos de nosotros el pecado. Dice esta carta de Juan que
el mundo no conoce a Dios ni sus acciones en nosotros. El pecado es lo que nos
impide ver a Dios. Por eso hay que purificarse, no con las purificaciones
legales o abluciones que hacían los sacerdotes en tiempos de Jesús para entrar
en el templo, sino por la dependencia amorosa a la voluntad de Dios. Por eso el
ser hijos de Dios no es sólo una dignidad, sino una tarea a realizar. Lo
primero: apartarse del pecado y luego crecer lo más abundantemente posible en