CICLO  A

TIEMPO ORDINARIO

II DOMINGO

El bautismo de Cristo en el Jordán fue el final de una etapa y el comienzo de otra en su caminar por el mundo haciendo el bien. El pasar de la vida oculta en la sencillez de la familia de José, el Carpintero de Nazaret, a la vida pública de la predicación, los milagros, las conversiones y las multitudes, es considerado por los Padres de la Iglesia como un segundo nacimiento de Cristo. “Nace de la Virgen, renace en el Jordán” (San Gaudencio de Brescia).

Cristo recorrió un camino de humildad desde el establo de animales, donde nació, hasta el bautismo general de Juan, en el que participó como uno cualquiera. “Jesús, al empezar, tenía unos treinta años” (Lc 3, 23). Pero en el Jordán Jesús de Nazaret fue “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo” (Hch 10, 38) y se abrieron los cielos, de donde vino una voz que decía: “éste es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mt 3, 16-17). Se inicia una nueva etapa, que los Padres de la Iglesia comparan el paso del Jordán.

San Cirilo de Alejandría dice que hubo dos santificaciones (“unciones”) de Cristo por el Espíritu Santo. Una en el seno de María; otra en el Jordán, “donde se mostró como hombre capaz de salvar a los demás”. Se relaciona esta unción de Jesús con toda su misión de apostolado, de anuncio de la Buna Noticia.  “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad” (Lc 4, 14-21). Dice San Ireneo: “El Padre da la unción, el Hijo es ungido en el Espíritu Santo, que es la unción”.

La Iglesia destaca también la importancia de este acontecimiento en el Jordán, al celebrar el domingo pasado la Fiesta del Bautismo del Señor (con la que terminaba el tiempo litúrgico de Navidad) y proponernos hoy de nuevo este misterio.

En los cuatro evangelios encontramos el relato del bautismo de Cristo en el Jordán. En todos  se da la misma secuencia: bautismo de Juan, venida del Espíritu Santo sobre Jesús, declaración como Hijo de Dios y la marcha a Galilea, comenzando a anunciar el reino de Dios.

En el evangelio de hoy se destaca el testimonio de Juan Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”; da testimonio de que Cristo es el Hijo de Dios y también de que el “Espíritu bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él”. Este testimonio de Juan llevó a dos de sus discípulos a seguir a Jesús. Andrés, uno de ellos, le dijo a su hermano Simón-Pedro: “hemos encontrado al Mesías, que significa Cristo”, el ungido de Dios.

Anunciando que Jesús es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, Juan Bautista evocaba dos imágenes del Antiguo Testamento: el Cordero pascual (Ex 12, 5) y el Siervo de Yahvé del profeta Isaías (53, 7-12). En el primer caso el cordero es signo de la alianza de Dios, por cuya sangre el pueblo elegido consiguió la libertad de Egipto. En Isaías es el cordero llevado al matadero, que cargó con nuestras culpas. La tradición cristiana ha visto en Cristo “el verdadero Cordero que quito el pecado del mundo” (Prefacio I de Pascua). La misión redentora del Cordero está recogida en la primera Carta de San Pedro: fuimos liberados “con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto ni mancha, Cristo” (1, 18-19). Él es nuestra víctima pascual inmolada (1 Co 5, 7). El Cordero, exaltado en el cielo, que “está delante del trono será su Pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas” (Ap 7, 17). Los elegidos cantaban “el cántico de Moisés y el cántico del Cordero” (Ap 15, 3).

En la liturgia de la Iglesia también aparece la imagen del Cordero referida a Cristo. Al partir el pan para la comunión, se invoca a Jesucristo: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros”. Y cuando el sacerdote presenta la hostia consagrada, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

El evangelio de hoy nos recuerda el misterio del bautismo cristiano. Es mucho más que un lavado exterior. El cristiano, mediante el bautismo, es consagrado por el Espíritu Santo, hecho hijo de Dios y templo del Espíritu Santo. El reconocimiento de Jesús como Hijo de Dios anuncia que el bautizado es hijo de Dios en Cristo.

Al día siguiente determinó Jesús salir para Galilea, con la fuerza del Espíritu. “Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos” (Lc 4, 14; Jn 1, 43; Mt 4, 17). Galilea, pequeña pero muy poblada, era conocida, ya desde tiempos de Isaías,  como "Galilea de las Naciones" o "Galilea de los Gentiles", por el gran número de gentiles que vivían allí y por estar rodeada de pueblos gentiles.  Jesús, antes de subir al cielo, indicó a sus discípulos que fueran a un monte de Galilea. Allí les dio el mandato de hacer discípulos de todos los pueblos, “bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 16-20).

Esta misión de anunciar el Evangelio,  es universal e “implica a todos, todo y siempre. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido; es un don que se debe compartir, una buena noticia que es preciso comunicar. Y este don-compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados” (Benedicto XVI)

MARIANO ESTEBAN CARO