Domingo II del Tiempo Ordinario/B

 

(1 Sam 3, 3-10.19; 1 Co 6, 13-15.17-20; Jn 1, 35-42)

 

“¿A quién buscan?” son las primeras palabras de Cristo en el evangelio de san Juan; quiere averiguar la recta intención de estos primeros seguidores. El joven Samuel en la primera lectura también buscaba a Dios, por eso le servía feliz en el templo día y noche a las órdenes del sacerdote Elí. San Pablo nos recuerda en la segunda lectura que quien busca y encuentra al Señor tiene que llevar una vida digna, porque somos del Señor y nuestro cuerpo se convierte en templo del Espíritu.

 

Tres veces en su vida hizo Jesús la misma pregunta: “¿A quién buscas?”. La de hoy, al inicio de su ministerio apostólico, a éstos que serían sus primeros discípulos. La última noche de su vida mortal se la hizo a la policía que le detuvo en el huerto de Getsemaní (Jn 18, 4-5). Y a María Magdalena, la mañana de Pascua (Jn 20, 15-16).

 

“¿Qué buscan?”, “¿Dónde vives?”, son las preguntas que guían ese hermoso diálogo que llevará a los discípulos a descubrir que Jesús es el Maestro, Profeta, el Santo, el Mesías prometido por los profetas de Israel… El Mesías sale al encuentro del ser humano y le pregunta por sus inquietudes y expectativas.

 

En efecto, el hombre es un ser a la escucha, con la posibilidad de abrirse a la voz divina, al Padre que habla, que nos habla, con carácter personal y que exige también el esfuerzo de escuchar, Dios que nos llama por nuestro nombre para darnos el encargo máximo de nuestra vida, para descubrir, ni más ni menos, nuestra vocación: ese modo especial de realizarnos, esa manera irrepetible de ser. Dios que tiene un proyecto para cada uno de nosotros y quiere que lo conozcamos. Pero escuchar a Dios supone esfuerzo, requiere cierto silencio interior, cierta serenidad de espíritu y, sobre todo, un gran deseo de oírlo. Ser cristiano es ser discípulo de Cristo… Pero escuchar, cuesta ciertamente. Hay que pararse, aquietar el espíritu, esforzarse. Pero de ahí surge el enriquecimiento: el diálogo lleva a la comprensión y al amor (“Dabar 1976”).

 

Jesús pasa hoy también a nuestro lado; también en esta celebración. Pasa cuando una sacerdote, un amigo, un buen libro, unos días de recogimiento y oración, nos lo señalan como Juan Bautista se lo mostró a sus discípulos. También pasa al lado de los que en la vida queremos cuando  hacemos eco de sus enseñanzas con una conversación oportuna y el ejemplo de una vida cristiana que lucha por ser coherente. Jesús se hace el encontradizo con nuestros amigos a través de nosotros cuando no rehuimos la conversación sobre temas espirituales, y ese diálogo espontáneo y sincero puede constituir para muchos el comienzo de un vivir distinto.

 

Jesús hoy invita a seguirlo. Nos llama a ir detrás de Él y ser sus discípulos. ¿Qué es ser discípulo de Jesús? Escuchar, observar los gestos y las acciones del maestro para encarnarlas y manifestarlas en la propia vida. Es en consecuencia, una persona humilde que reconoce que no lo tiene todo, que no lo sabe todo y que no lo puede todo. Es la persona sencilla que va en busca de la verdad, de algo distinto que le dé sentido y plenitud a su propia vida. Es la persona dispuesta a aprender y a “dejarse hacer”. El discípulo, como María, escucha la Palabra y la guarda en el corazón, la medita, la hace parte de sí misma. El discípulo conoce y vive la Palabra, preguntándose continuamente ¿qué haría Jesús en mí lugar? María es modelo de nuestro ser de discípulos de su Hijo.

 

Hoy, nosotros nos podemos preguntar: “¿Qué buscan?”, “¿Dónde vives?”. De estos dos verbos podemos sacar una indicación fundamental para el nuevo año, que queremos que sea un tiempo para renovar nuestro camino espiritual con Jesús, con la alegría de buscarlo y encontrarlo incesantemente. En efecto, la alegría más auténtica está en la relación con él, encontrado, seguido, conocido y amado, gracias a una continua tensión de la mente y del corazón. Ser discípulo de Cristo: esto basta al cristiano. La amistad con el Maestro proporciona al alma paz profunda y serenidad incluso en los momentos oscuros y en las pruebas más arduas. Cuando la fe afronta noches oscuras, en las que no se ‘siente’ y no se ‘ve’ la presencia de Dios, la amistad de Jesús garantiza que, en realidad, nada puede separarnos de su amor (cf. Rm 8, 39).

 

Buscar y encontrar a Cristo, manantial inagotable de verdad y de vida: la palabra de Dios nos invita a reanudar al inicio de un nuevo año, este camino de fe que nunca concluye. ‘Maestro, ¿dónde vives?’, y él nos responde: ‘Vengan y lo verán’.

 

Pidamos a la Virgen María… que nos ayude a seguir a Jesús, gustando cada día la alegría de penetrar cada vez más en su misterio.