CICLO  A

TIEMPO ORDINARIO

V DOMINGO

 

Viviendo el programa de las Bienaventuranzas, el cristiano será sal de la tierra y luz del mundo. No somos una inerte estatua de sal, sino vivos seguidores de Cristo, luz del mundo: “el que me sigue no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12).

 

Por la fe y el bautismo somos hijos de Dios, hijos de la luz, en su Hijo, el Verbo eterno de Dios, que es “la luz verdadera que alumbra todo hombre” (Jn 1,9). Es luz de luz. Participamos del ser filial de Cristo, que ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn 10, 10). Toda su existencia fue “por nosotros los hombres y por nuestra salvación”. Se entregó por nosotros hasta la muerte. Seguir a Jesús exige vivir con Él y como Él, participando de su pro-existencia.

 

 Vosotros sois la sal de la tierra…vosotros sois la luz del mundo”, leemos en el Evangelio de hoy. Estas dos pequeñas parábolas de la sal y la luz son continuación y conclusión de las palabras de Cristo sobre las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña, que escuchábamos el domingo pasado. Se nos indica cuál es la misión de los discípulos en la tierra, en el mundo.

Esta conexión con las Bienaventuranzas, como programa de vida, nos hace ver que sólo los pobres en el espíritu, los que trabajan por la paz, los que luchan por la justicia y saben ser misericordiosos, los  limpios de corazón, son en verdad sal de la tierra y luz del mundo.

En tiempos de Jesús, la sal se utilizaba no sólo para condimentar los alimentos o para conservarlos, evitando que se corrompieran. Era también símbolo de  de la alianza de Dios: “Alianza de sal es ésta, para siempre, delante de Yahvé, para ti y tu descendencia" (Nm 18,19). La sal utilizada también en el culto, como expresión de este pacto de sal: “Y sazonarás con sal toda ofrenda que presentes, y no harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios; en toda ofrenda tuya ofrecerás sal” (Lv 2,13). Incluso el incienso utilizado para el culto debía estar sazonado con sal (Ex 30, 35). La sal era “de primera necesidad” (Eclo 39,26), para la vida en sus inicios (se frotaba con sal a los recién nacidos, Ez 16,4); y era imprescindible también para el mantenimiento diario “¿Se come acaso lo insípido sin sal? (Jb 6, 6).

La antigua celebración del bautismo cristiano incluía el rito de la sal: a la entrada del templo el sacerdote ponía una pizca de sal en la boca del niño mientras decía: “recibe la sal de la sabiduría”. Y pedía a Dios que lo condujera “a la limpieza de la nueva regeneración”.

La imagen de la sal –decía Juan Pablo II- “nos recuerda que, por el bautismo, todo nuestro ser ha sido profundamente transformado, porque ha sido "sazonado" con la vida nueva que viene de Cristo (cf. Rm 6, 4). La sal por la que no se desvirtúa la identidad cristiana, incluso en un ambiente hondamente secularizado, es la gracia bautismal que nos ha regenerado, haciéndonos vivir en Cristo”.

La luz revela el misterio de Dios: “Dios es luz y no hay en Él oscuridad alguna” (1 Jn 1,5). La luz es atributo específico de Dios, que podrá ser aplicado únicamente a Jesucristo, el Hijo eterno de Dios. En Él, que es la luz, Dios ha manifestado su ser eterno. Cristo es la fuente y el modelo del testimonio del discípulo como luz del mundo. “Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su  reflejo. Es el mysterium lunae” (Juan Pablo II). La carta a los Hebreos utiliza dos veces el verbo iluminar  para describir la identidad del cristiano (Hb 6,4; 10,32). Los creyentes son "iluminados". El bautismo cristiano es llamado iluminación, (fotismós), ya desde San Ignacio de Antioquía (35-107).

En tiempos de Jesús, la casa de la gente sencilla, de una sola habitación, era iluminada por una lamparilla colgada en el techo, y se apagaba con una vasija o un celemín, que servía para medir los cereales  del diezmo. “No se enciende una vela para meterla debajo del celemín…no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte” (Evangelio). Brillará la luz en las tinieblas cuando realizamos las obras de misericordia (primera lectura). “El justo brillará en las tinieblas como una luz” (salmo responsorial). Leemos también en el Evangelio: “Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”.  Así la fe se convierte en testimonio. Unidos a Cristo, el Lucero de la Mañana, “los cristianos pueden difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres” (Benedicto XVI). Y San Pablo nos recomienda: “Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son frutos de la luz” (Ef 5, 9).

MARIANO ESTEBAN CARO