Domingo 4 del
Tiempo Ordinario (B)
PRIMERA LECTURA
Suscitaré
un profeta y pondré mis palabras en su boca
Lectura del
libro del Deuteronomio 18, 15-20
Moisés habló al pueblo, diciendo: «Un profeta, de entre los tuyos, de
entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. A él lo
escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la
asamblea: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver
más ese terrible incendio; no quiero morir.” El Señor me respondió: “Tienen
razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras
en su boca, y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que
pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la
arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en
nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá.”»
Sal 94, 1 2.
6-7. 8-9 R. Ojalá
escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.»
SEGUNDA LECTURA
La soltera
se preocupa de los asuntos del Señor, consagrándose a ellos
Lectura de
la Primera carta de san Pablo a los Corintios 7, 32-35
Hermanos: Quiero que os ahorréis preocupaciones: el soltero se preocupa
de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se
preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda
dividido. Lo mismo, la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los
asuntos del Señor, consagrándose a ellos en cuerpo y alma; en cambio, la casada
se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido.
Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino
para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones.
EVANGELIO
Enseñaba con autoridad
Lectura del
santo evangelio según san Marcos 1,21-28
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando
el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su
doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad. Estaba
precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso
a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con
nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.» Jesús lo increpó: «Cállate y sal de
él.» El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos
se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es
nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.» Su fama se
extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
Asombrados de su doctrina
La
admiración y el asombro que suscita la predicación de Jesús índica muy a las
claras la índole de esa predicación y, sobre todo, la de quien predica. Jesús
no es sólo un “predicador” que transmite una nueva filosofía de la vida o una
elevada doctrina moral, ni siquiera una nueva religión. De hecho, el texto de
hoy nos da a entender que no es sobre todo el contenido de su predicación, sino
el modo de transmitirla lo que provoca el asombro de sus oyentes: no predica como los escribas, sino con autoridad. Con autoridad significa
que enseña desde sí mismo: no se limita a transmitir o comentar una palabra
ajena, sino que por medio de sus palabras es Él mismo el que se revela y se da.
Jesús es el cumplimiento de una antigua promesa, la que hoy leemos en la
primera lectura: la promesa de un
profeta al que se puede escuchar, que habla palabras de vida y no de
muerte, un profeta que no suscita el terror sagrado porque es uno sacado de
entre nosotros, “de entre tus hermanos”. Pero Jesús, además, supera con creces
esa promesa, porque no se limita a transmitir palabras verdaderas de parte de
otro, sino que Él mismo es la Palabra encarnada, que porta en sí la Verdad de
Dios. De ahí la autoridad que despierta la sorpresa de una novedad inaudita.
La
autoridad de la palabra y persona de Jesús se manifiesta, además de en la
novedad de la doctrina y en el modo de comunicarla, en su eficacia: Jesús cura o,
como queda patente en el evangelio de hoy, somete a las fuerzas del mal.
A
veces sentimos desaliento y desánimo ante la potencia y la omnipresencia de estas
fuerzas, de los espíritus inmundos. Tenemos la impresión de que esos espíritus
son más fuertes y eficaces que el espíritu del bien. Están por todas partes, no
sólo en los “centros oficiales del mal”, sino que se sientan también en la
Sinagoga, en la Iglesia, en los lugares santos. Esto significa que debemos
evitar la frecuente tentación simplificadora de identificarlos con una causa
única, que además solemos colocar fuera de nosotros, que siempre se encuentra
en “los otros”. Unos hablan de “los mercados” o el “neoliberalismo”, otros del
“marxismo” o del “ateísmo”, los de más allá de los masones o qué sé yo qué
grupos, como queriendo así exorcizarlos de sí, del propio entorno, que estaría
completamente exente de ese mal radical descubierto en otros. Pero el evangelio
de hoy nos dice que el espíritu inmundo lo tenía “un hombre”, uno cualquiera, en
nada distinto de cada uno de nosotros. Y que se sentaba “precisamente” en la
sinagoga. La raíz del mal anida en nuestro interior, está entre nosotros,
incluso en los que se sientan o nos sentamos en el ámbito de lo sagrado. Todas
esas otras expresiones del mal a que hemos aludido lo serán en una u otra
medida, pero al final, si queremos combatirlo en su raíz, tenemos que mirarnos
a nosotros mismos, y tratar de identificar qué espíritus inmundos nos habitan
en concreto.
Los
espíritus inmundos, que poseen tantos rostros y tantas formas de presencia,
tienen en común que no escuchan la Palabra, sino que, al contrario, se encaran
con ella, y la desafían a gritos. Aunque, al hacerlo, ya están reconociendo con
temor la autoridad de Jesús. Nosotros, que sabemos por experiencia (propia y
ajena) la enorme dificultad, la casi imposibilidad de vencer a esos espíritus
inmundos en nosotros y en nuestro mundo, podemos hacer la experiencia de
someternos a la Palabra de la Verdad que es Jesús, y sentir así el asombro de
su autoridad y la admiración de su eficacia. Sólo esa Palabra cercana (es uno
de nuestros hermanos) es capaz de desenmascarar, mandar, hacer callar y
expulsar al espíritu inmundo. Jesús vence al mal, pero salva al que está
poseído por él, destruye el pecado pero salva y libera al pecador. La Palabra,
la persona de Jesús es el único exorcismo eficaz contra las fuerzas del mal,
contra los espíritus inmundos, porque, allí donde suena y actúa, y donde es
acogida, va abriendo espacios al Reino de Dios. Por eso no suscita terror, sino
asombro y, sobre todo, confianza. La confianza es la dimensión central de la fe
en Dios, en el Dios cercano que es Jesucristo.
Esta
fe confiada hace reales posibilidades inéditas de vida nueva. Las palabras de
Pablo en la segunda lectura de hoy son una buena ilustración a este respecto. Percibimos
en ellas una exhortación a un género de vida que en nuestros días no goza de buena
prensa. Son muchos los “espíritus inmundos” que gritan desafiantes contra él
declarándolo imposible e inhumano. Lo más curioso (y triste) es que esos gritos
se escuchan con frecuencia dentro de la misma Iglesia (aunque después de leer
el evangelio de hoy no debe extrañarnos). Pablo, que en ningún momento rechaza
o cuestiona el matrimonio, antes bien, lo ensalza como una vocación cristiana
de extraordinario valor, signo sacramental del amor de Dios y de Cristo a su
Iglesia, señala también el camino de la plena consagración a Dios, en una vida
célibe, la que él mismo ha elegido para sí. Es un ideal realmente inaudito, que
requiere una libre elección (cf. 1Cor 7, 25), y que, por muy imposible que le
pueda parecer al espíritu del mundo, es una posibilidad abierta por el mismo
Cristo, que vivió con un corazón indiviso, completamente entregado a las cosas
del Padre. Para poder hacer propio ese género de vida (como también el
encarnado en el matrimonio cristiano, indisoluble) es preciso abrirse a la
eficacia y la autoridad de la Palabra que nos libra de nuestros espíritus
inmundos, que nos habilita para lo que a nosotros mismos nos parece fuera de
nuestro alcance, cada uno en su vocación: el casado en entrega fiel a su
cónyuge y sus hijos, el llamado a la virginidad consagrada en un género de vida
célibe, preocupado de los asuntos del Señor; unos y otros abiertos en fe a la
admiración y el asombro ante esta Palabra nueva, cercana, eficaz, llena de
autoridad y de vida.