4ª semana del tiempo ordinario. Viernes: Mc 6, 14-29

Jesús había enviado a los apóstoles a predicar por aquellas aldeas cercanas. Era un ensayo de evangelización y al mismo tiempo era como ensanchar el campo de apostolado y de fama sobre Jesús. ¿Qué haría él mientras tanto? Por de pronto pasaría muchas horas orando por aquellos que estaban predicando y por los que continuarían su obra. Es posible que también predicase a algunos grupos.

El hecho es que, como el evangelista va a narrar después la llegada alegre de los discípulos predicadores, aprovecha esos días para describir que por este motivo, de la predicación, la fama de Jesús se multiplicaba al menos por seis. Y esta fama llegó hasta los mismos oídos del rey Herodes.

Los que estaban con Herodes le decían que debía ser algún profeta que había resucitado. Alguien le insinuó que quizá podía ser Juan Bautista que hubiese vuelto a la vida. Esto sí le conmovió a Herodes y hasta tenía miedo, pues la conciencia le recriminaba lo que había hecho con el Bautista. Con este motivo el evangelista narra lo que pasó en la muerte de Juan Bautista. Quizá los mismos discípulos de Juan, que recogieron su cuerpo para enterrarlo, fueron los que se lo contaron a Jesús y a los demás apóstoles.

Herodes organiza un gran banquete. Era su cumpleaños, y con ello quiere demostrar el poder sobre su territorio y el predominio sobre otros vecinos. Por eso invita a los magnates del reino. Su preocupación era quedar bien con los invitados. Herodes admiraba a Juan Bautista por su energía y sinceridad en el hablar y su rectitud en toda su vida. Es decir, que le respetaba y sabía que era honrado y santo. Sin embargo le había puesto en la cárcel, aun quedando mal con muchos del pueblo que tenían a Juan Bautista por un enviado divino. Mucho tendrían que ver, en el encarcelamiento de Juan, las instancias de Herodías, la mujer adúltera, que no pararía hasta hacer matar al Bautista. Y la ocasión se la dio esa fiesta.

Puso a bailar a su hija, cosa que debía ser de esclavas, para incitar a Herodes a prometerla un gran regalo. Ya sabemos que el regalo que la hija pidió, a instancias de la madre, fue la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció porque apreciaba a Juan; pero como prefería quedar bien ante los invitados, se sintió obligado a cumplir la promesa. ¡Pobre Herodes que no sabe distinguir una promesa razonable y una que es contraria a la voluntad de Dios, porque es un fruto de un vicio y es buscar un mal!

También podemos destacar la cobardía de aquellos invitados que no se atreven a contrariar a su rey. Así se cometen en la vida muchos males, no sólo por hacerlos de una manera directa, sino por consentirlos y callarse cuando hay que denunciar el mal.

Es importante en la vida ser coherente con sus principios, suponiendo que sean rectos, como fue coherente toda la vida de san Juan Bautista. Si los principios están torcidos, como le pasaba a Herodes, y a tantas personas, lo que se debe hacer es lo que predicaba el Bautista: conversión. Es cambiar de rumbo, de mentalidad. Y cuando uno está cierto (aunque  difícil es estarlo del todo) de que va por el camino de Dios, lo que se debe hacer es seguirle con firmeza, como nos enseña Jesús, como lo hacía el Bautista, aunque el fin terreno termine en el martirio, que en realidad es terminar en la gloria. Parecía un fracasado, pero reina para siempre.

Decía san Beda Venerable sobre san Juan Bautista: “El que anunciaba la libertad de la paz suprema fue arrojado a la prisión. Fue puesto en la oscuridad de la cárcel el que vino a dar testimonio de la misma luz, que es Cristo. Fue bautizado en su propia sangre quien había bautizado al Redentor del mundo. Pudo soportar tormentos transitorios para ganar los gozos eternos”.