MIÉRCOLES DE CENIZA

Iniciamos hoy el itinerario cuaresmal, que es camino hacia la pascua (paso) de muerte a resurrección de Cristo Jesús. Al eficaz claroscuro de la liturgia, iremos haciendo memoria y actualizaremos la muerte glorificadora del Señor. Estos cuarenta días son preparación intensiva para nuestra vital peregrinación de todos los días hasta que pasemos “a la Pascua que no acaba” (Prefacio I  de Cuaresma), cuando con Cristo participemos plenamente de la gloria de Dios, de su vida eterna.

 

A lo largo de toda nuestra vida tendremos que mantener el espíritu cuaresmal. Viviendo en comunión existencial con Cristo y como Cristo, el Crucificado Resucitado. Recorriendo el camino elegido por Cristo: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9, 23). Comentaba Benedicto XVI: “Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor”.

 

Cada día tendremos que vivir el misterio pascual, que es la victoria de la vida sobre la muerte. Durante la Cuaresma de este año y de toda nuestra vida hemos de mantenernos en el espíritu de conversión y penitencia, que “nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal” (oración Colecta). Las palabras de San Juan Crisóstomo en una homilía a los fieles de Antioquía muy bien pueden introducirnos en este espíritu cuaresmal: "Del mismo modo que, al final del invierno, cuando vuelve la primavera, el navegante arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo".

 

Por eso, durante la Cuaresma se nos recordará la necesidad de convertirnos de corazón. Nadie está convertido del todo: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”, dice el Señor (Jn 8,7). Todos pecamos. La Cuaresma es tiempo de conversión y de cambio a mejor. Las raíces del mal siguen en nosotros. En esta Cuaresma, que comienza hoy, y en la Cuaresma total de toda nuestra existencia, hemos de mantenernos en tensión para luchar contra el mal y el pecado. Decía Juan Pablo II: “El que se deje colmar de este amor —el amor de Dios— no puede seguir negando su culpa. La pérdida del sentido del pecado deriva en último análisis de otra pérdida más radical y secreta, la del sentido de Dios”.

 

En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos, a creer en el Evangelio y a abrir todo nuestro ser a la fuerza de la gracia divina, la vida de Dios, que es amor. Esta gracia de Dios nos hará hombres y mujeres nuevos y mejores, al participar en la vida misma de Jesús, “que pasó por la vida haciendo el bien”.

 

En este combate, que no sólo dura cuarenta días, sino la vida entera, está implicada a toda nuestra persona y exige una vigilancia atenta y diaria. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que "hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves (...) y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte" (In Io. evang. 12, 13, 35).

Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana siempre es un combate sin descanso, en el que se deben usar las "armas" de la oración, el ayuno y la penitencia. Un combate en el que hay que ser conscientes de nuestra debilidad física y moral, porque somos ceniza (“acuérdate que eres polvo y al polvo volverás”). Necesitamos, por tanto,  la fuerza de Dios, porque somos barro, pero un barro vivificado por el aliento vital de la gracia de Dios, que es amor. "Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente" (Gn 2,7).

MARIANO ESTEBAN CARO