V
Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
La
Alegría del Evangelio en la Misión de la Iglesia
Mes
a mes vamos avanzando en Bolivia y en América hacia el V Congreso Americano
Misionero, que se celebrará en el mes de Julio de este año, con el lema:
“América en Misión: El Evangelio es alegría”. Estas dos palabras, la alegría y
el Evangelio, constituyen los pilares del estudio y de la reflexión que
actualmente se está llevando a cabo en toda la Iglesia en América con vistas a
este V Congreso y fueron las claves del segundo Simposio Internacional
Misionero en Montevideo en Febrero de 2016. La centralidad del Evangelio en la
Misión de la Iglesia y la alegría del Evangelio y de la Evangelización son
líneas fundamentales del pensamiento del Papa Francisco.
Con
el título “La dulce y confortadora alegría de evangelizar” empezaba el
papa Francisco una sección introductoria de su exhortación Evangelii
Gaudium (EG 9-13) y así asumía el mismo mensaje
desarrollado por Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi (EN 90). De este modo presenta la misión
evangelizadora de la Iglesia como la necesidad apremiante de reconocer al otro
y comunicar el bien por antonomasia que es dar a conocer a Jesucristo, fuente
de nuestra alegría.
Ahí
se cita el texto paulino de este domingo (1 Cor
9,16-23) que concentra su atención en el término “Evangelio” con el doble
significado que tiene en las cartas de Pablo. Por una parte significa el
mensaje sobre Cristo, muerto y resucitado, como salvación para los seres
humanos, y por otra designa la actividad misma de anunciar ese mensaje, que
actualmente coincide lo que denominamos “evangelización”. Pablo llega a decir
que todo lo hace por la causa del Evangelio y que el Evangelio mismo es la
recompensa de su actividad. La predicación del Evangelio es tan apremiante que
Pablo se ve perdido si no se dedicara a predicar el Evangelio: “Ay de mí, si no
predico el Evangelio”.
Para
Pablo el Evangelio es también la recompensa de su actividad, su alegría y su
esperanza. Por ello está dispuesto a hacer lo que sea necesario con tal de
ganar a otros hermanos para llevarlos al encuentro personal con Cristo. Propiciar
este encuentro con Cristo es la razón de ser de la evangelización y la alegría
de todo evangelizador o misionero, tal como reitera una y otra vez el papa
Francisco. San Pablo, en la primera a los Corintios, y los demás apóstoles,
según el Evangelio de Marcos, son auténticos evangelizadores, pues conducen a
muchos al encuentro con el Señor de la vida.
Las
otras lecturas litúrgicas de la Iglesia en este domingo, tanto el libro de Job
(Job 7,1-7) como el evangelio de Marcos (Mc 1,29-39), relatan situaciones
humanas de sufrimiento ocasionado por desgracias y enfermedades de las cuales
son víctimas las personas protagonistas.
Job
llega a decir una de las expresiones más terribles de la desesperación humana:
¡Muera el día en que nací! Job habla así cuando, caído en desgracia,
desprovisto de todos sus bienes, habiendo perdido a sus hijos, y desahuciado
por sus múltiples llagas, empieza a hablar ante sus amigos Elifaz,
Bildad, y Sofar en el libro
bíblico que lleva su nombre. El libro de Job, del cual hoy se lee un fragmento
en las iglesias, es un drama literario genial y fascinante, donde la pasión del
protagonista se revela en su palabra atrevida y desafiante, rebelde y
desesperada, interpelante y misteriosa.
Job
no es el prototipo de la paciencia y de la resignación, sino el hombre audaz
que afronta la miseria de su increíble situación, desafiando el enigma del
sufrimiento más terrible y enfrentándose incluso a Dios. Pero Job es sobre todo
la figura del sufrimiento del inocente y el paradigma de la humanidad doliente
y rebelde que se interroga sobre su destino. En Job se aborda el problema del
mal y su relación con Dios hasta poner en cuestión la teoría tradicional de la
justicia retributiva, según la cual Dios premia a los buenos y castiga a los
malos.
Y
es que Job es inocente. Como inocente es también la mayor parte de personas que
hoy en el mundo, en virtud de su estado de salud, podría maldecir el día en que
vieron la luz. Porque Job es el enfermo, en coma irreversible, o con parálisis
cerebral, el de cáncer, el de sida o de cualquier mal todavía incontrolable por
la medicina. Pero aún más inocentes son, si cabe, las víctimas de los males
sociales que abruman a la humanidad. Y si bien resulta inexplicable el dolor de
los inocentes por el sufrimiento inherente a la naturaleza humana, resulta
escandalosamente terrible el sufrimiento de los inocentes que tiene su origen
en la misma acción o inhibición humana, pues por no ser ya inexplicable se
convierte en un clamor alarmante. Job es también el pobre y el desheredado de
la tierra. Job es el marginado, el inmigrante forzoso y el transeúnte. Job es
el refugiado y el descartado. Job es el parado en este mundo en crisis
económica. Pero sobre todo Job son los miles de niños y niñas que mueren cada
día por causa de su pobreza inocente. Job es todo ser humano postrado y
sufriente.
Siguiendo
el Evangelio de hoy (Mc 1,29-39) a Jesús se le informa de la situación de
postración de una mujer enferma. En ella puede verse la humanidad doliente,
pasiva y acosada por el mal. Al comienzo del Evangelio no es todavía el momento
para que Jesús manifieste su visión total del problema del sufrimiento inocente
planteado por Job, pero Jesús actúa frente al mal haciendo posible el cambio de
situación de la mujer. Es de destacar en este Evangelio de Marcos la tarea
mediadora de los discípulos que posibilitan el encuentro de la mujer enferma
con Jesús. Los discípulos se convierten en mediadores de la vida.
Por
la causa del Evangelio, como el apóstol Pablo, los cristianos estamos llamados
a hacernos débiles con los débiles, para ponerlos en contacto con Jesús, el
cual es, siempre y en toda circunstancia, Vida para la humanidad postrada. Por
eso la Iglesia ha de estar siempre a favor de la vida, y particularmente, a
favor de la vida de los más débiles e indefensos, como derecho fundamental que
sustenta todos los demás derechos humanos. Defender la dignidad de cada ser
humano desde su concepción hasta su final biológico deriva de la valoración de
la vida como un don, y de la condición de criatura de toda persona. El ser
humano no es dueño de la vida, sino custodio del don de la vida. Reconocer los
límites de la condición humana es, en último término, la única grandeza de Job.
Pretender sobrepasarlos es creerse dioses o pretender serlo. Esto último es
peligrosísimo, pues desconocer e invadir la frontera de la vida de los demás es
en todos los casos atentar contra su dignidad y puede derivar en la barbarie de
la aniquilación de otros seres humanos, so pretexto de razones que enmascaran
motivos, intereses o pasiones que nacen del egoísmo.
Lo
que dignifica a los seres humanos es el amor. El amor del que toda persona es
objeto y sujeto. La posibilidad de amar y de ser amado es un don de la vida
personal, que nadie tiene derecho a violar. Por ello los cristianos hemos de
ser mediadores y custodios de la vida, de toda vida humana y de toda la vida.
Así anunciamos la gran alegría del Evangelio como misión de la Iglesia.
José
Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura