CICLO A
TIEMPO DE CUARESMA
V DOMINGO
Nos acercamos a
los días trágicos del martirio de Jesús, con un final glorioso: el triunfo de
su resurrección. El evangelio de hoy nos presenta su último signo-milagro y el motivo más inmediato de su condena a
muerte: Jesús resucita a su amigo Lázaro y “desde este día decidieron darle
muerte” (Jn 11, 53). Cristo no puso su propio provecho por encima de su amor
compasivo y misericordioso. Él es el mártir resucitado.
Todo el proceso de
la resurrección de Lázaro nos descubre que Cristo, hombre mortal como nosotros,
se emociona, solloza y llora por un
amigo muerto, pero también que, por ser “Dios y señor de la vida, lo levantó
del sepulcro” (prefacio). Dios no quiere la muerte: sufre y llora con nosotros,
por nosotros y en nosotros. En la entrañable narración del evangelio resuena
con fuerza la voz del Señor: “Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mi, aunque haya muerto vivirá”.
La muerte de
Lázaro pone ante nosotros la realidad de
un proceso físico de disolución, que acompaña inseparablemente a la vida:
nuestra morada terrena se desmorona. Pero la muerte no puede ser el final,
porque el amor paternomaternal de Dios (como cualquier padre, cualquier madre)
no engendra para matar, sino para hacer vivir. En consecuencia, la muerte
inevitable debe estar necesariamente al servicio de la vida. Como el grano de
trigo y la simiente, que caen en tierra y mueren para una vida nueva y mejor.
La vida eterna no es sino la resurrección de esta vida a la vida de Dios. La
segunda lectura nos asegura: Si habita en vosotros el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre
los muertos, vosotros seréis también vivificados, porque la fuerza del amor de
Dios está ya en nuestros corazones.
MARIANO ESTEBAN
CARO