1ª semana de Cuaresma, Lunes: Mt 25, 31-46

El tiempo de Cuaresma es un tiempo más apto para repasar lo que Jesucristo nos señala más importante con el fin de ser sus discípulos. Como se decía ayer, en el primer domingo, es tiempo para retirarse más al desierto del silencio y la oración.

Hoy nos señala el evangelio lo principal sobre lo que seremos juzgados “al fin de los tiempos”. No puede ser más que sobre el amor y la caridad, ya que es lo principal que Jesucristo nos enseñó. Por lo tanto hoy se nos dice que la caridad es el mejor camino para llegar a participar plenamente de la Pascua.

Pero Jesús juzgará no sobre las ideas y las palabras, sino sobre las obras que hayamos hecho o dejado de hacer en cuanto a la caridad: las obras de misericordia. Y lo más impresionante es que El, siendo juez, se identifica con los pobres y necesitados. Por lo tanto las obras que pueden salvarnos son las obras de amor. Esto sirve para los cristianos y para todos los pueblos.

En la primera lectura, que es del libro del Levítico, ya nos dice que Dios no es ajeno con lo que hagamos con nuestro prójimo, aunque para los israelitas los verdaderos prójimos eran “los de su pueblo”. Nos dice que no hay que hacer mal al prójimo, y nos pone como argumento principal el hecho de que Dios es santo: es el Señor. Por lo tanto nosotros también debemos ser santos.

Para ello no tenemos que hacer ningún mal al prójimo. Y pone varios ejemplos: robar o engañar, explotar al prójimo o retrasar el pago del jornal,  maldecir al sordo o hacer tropezar al ciego, no juzgar con equidad o declarar en falso contra otro, reprender, vengarse o guardar rencor. Al final formula el precepto positivo: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.

Jesús acentúa esta parte positiva: No sólo no hay que hacer el mal, sino que hay que hacer el bien. Y la razón es porque lo que hacemos al prójimo se lo hacemos a Él. Dios se ha acercado tanto a nosotros que se ha identificado con nosotros mismos.

Lo específico de Jesús y lo novedoso para los judíos es que Jesús proclama como prójimos a todos, hasta a los enemigos. Por eso hoy, cuando le vemos juzgando sobre la caridad, no lo hace sólo para una nación o para los cristianos, sino para todas las naciones. Todos debemos amarnos.

En este juicio final se presenta Jesús como rey, que simbólicamente es un signo de poder; pero el poder de Jesús quiere ser por amor. Cuanto más hagamos el bien y nos sacrifiquemos por el bien de los que más lo necesitan, viviremos más la realidad de ese reino, cuya venida más constante y positiva pedimos cuando rezamos en el padrenuestro: “Venga tu reino”.

Ese reino será una realidad, si procuramos hacer más humano y más cristiano el pequeño mundo que nos rodea a cada uno, si hacemos que se establezca más la concordia y la unidad, que brille en todos los estamentos de la sociedad el verdadero amor. A veces pensamos hacer grandes cosas en bien de personas lejanas, cuando lo primero debemos atender al prójimo de todos los días.

El evangelio de hoy es como un resumen del precepto del amor. Nos indica que si nos hacemos la guerra, estamos anticipando el infierno; pero si nos ayudamos unos a otros, estamos anticipando el cielo. El evangelio de hoy, que nos describe a Jesús como juez y como rey, no está escrito en tiempos “gloriosos” para la Iglesia, como los de Constantino o la edad media, sino cuando comenzaba pobre y era perseguida. Es un examen que Jesús nos hará a las personas de todas las naciones, pero también de todos los tiempos. Es para los ricos y para los pobres, para los que viven en tiempos pacíficos y para los que viven en tiempos complicados.

Pidamos a  nuestra Madre, la Virgen, que nos ayude a realizar siempre el bien y así un día merecer la acogida benévola de Cristo en su gloria.