2ª semana de Cuaresma. Sábado: Lc 15, 1-3.11-32

Hoy se nos presenta a consideración la parábola del hijo pródigo, que mejor podríamos llamar del padre bondadoso. Dice al comienzo del evangelio que Jesús dijo esa parábola porque los fariseos y publicanos criticaban a Jesús por el hecho de que acogía con cariño a los pecadores, a los que lo eran de verdad y otros que sólo lo eran en la mente de aquellos fariseos. De hecho estos fariseos, que parecían buenos, porque cumplían externamente la ley, no lo eran para Jesús, ya que despreciaban a otros, que al final resultaban ser mejores que ellos.

Hay tres protagonistas en la parábola, que es una de las páginas más hermosas del evangelio. El hermano menor o hijo pródigo parece perverso. En realidad tiene mucho de atolondrado y se ve engañado por las apariencias de placeres mundanos. El hecho es que hace algo muy malo, que es el pedir la herencia, como desconfiando de su padre y se marcha lejos para gozar “a lo grande”. Allí despilfarra todo el dinero y cuando está en la mayor postración, que para un israelita era el cuidar cerdos, sin tener ni qué comer, piensa volver a su casa. Su arrepentimiento no era muy perfecto, ya que su decisión de volver no está motivada por el recuerdo de la bondad de su padre, sino por lo mal que lo está pasando. Hace un examen de conciencia (“volviendo en sí”) y prepara una fórmula de confesión, que luego diría a medias.

El protagonista principal es el padre. Es reflejo de la bondad de Dios. Le da sin protestar a su hijo pequeño la herencia, aunque sí con dolor. Después le espera todos los días. Cuando le ve de lejos, corre a su encuentro, le estrecha entre sus brazos y ni le deja terminar la fórmula de arrepentimiento. No le admite como esclavo sino como verdadero hijo. Por eso manda que le pongan los signos de hijo como es el anillo, las sandalias y los vestidos. Y organiza una gran fiesta. Así es Dios con nosotros, si tenemos algún arrepentimiento y volvemos a su casa. Muchos ven en la figura del padre más sentimientos de madre. Pero es que Dios es el mejor padre y madre a la vez. Ya nos lo enseña el Antiguo Testamento, entre otros pasaje, cuando nos dice que una madre se puede olvidar de su hijo, pero Dios no se olvida de su pueblo Israel. Por Jesús sabemos que cada uno de nosotros somos como algo muy escogido donde Dios quiere venir a derramar sus gracias y bendiciones.

Pero faltaba el hermano mayor, que es donde están reflejados los fariseos y muchas veces nosotros mismos. Es muy posible que Jesús, al narrar esta parábola al estilo oriental, en que ven muchos símbolos, quisiera hablar de dos pueblos, que son el pagano e Israel. Los paganos estarían reflejados en el hermano menor, pecador, apartado de la casa del padre; pero prontos a estar en la casa del Padre, que quiere abrazar a todos. El hermano mayor sería Israel, especialmente los jefes del pueblo y muy concretamente los fariseos. Aquel hermano mayor no acepta que su hermano tenga aquellas consideraciones, ni le tiene ya por hermano. Critica al padre por su actitud compasiva y no quiere entrar en la fiesta. Parece que todo lo ha hecho bien, pero es orgulloso y rencoroso. En la casa de su padre parece estar más como esclavo que como hijo. Está con su padre, pero no ha aprendido la bondad y la misericordia, que quiere abrazar igualmente a todos sus hijos. En ese hermano mayor estamos reflejados cuando pensamos que nos basta con cumplir los actos externos, mientras que en nuestro corazón abunda el mismo egoísmo que los separados de la Iglesia.

No basta con saber que Dios nos ama; debemos experimentarlo. Y eso será si con confianza acudimos a El, que vive en nosotros, y alejamos todo egoísmo para vivir la verdadera fraternidad cristiana. Acudir a Dios con alegría para celebrar con mayor fe y gracia la Pascua. Este es el sentimiento que la Iglesia nos enseña en la Cuaresma: unir la penitencia con la alegría de saber que vamos al encuentro de Dios, que con infinita misericordia nos espera siempre con los brazos abiertos por el amor.