3ª semana de Cuaresma. Domingo B: Jn 2, 13-25

En los dos primeros domingos de Cuaresma la Iglesia nos ha propuesto el desierto y la montaña como lugares de oración. En éste, al hablar del templo, con más razón se nos dice que es lugar propio para la oración. Hoy vemos a Jesús en un aspecto inusual de violencia, cuando siempre se nos habla de Jesús manso y humilde. Alguno pregunta ¿porqué Jesús, tan bueno, se nos muestra violento? Pero podríamos preguntarlo de otra manera: ¿Cómo tendría que ser aquello tan malo para que el manso Jesús tenga que recurrir a la fuerza y la violencia, para así poder dejar claro su oposición al mal?

Para comprender lo que pasaba debemos conocer los hechos: Resulta que los israelitas, cuando llegaba la Pascua, solían ir en grandes multitudes al templo de Jerusalén, donde debían ofrecer un sacrificio de un animal, como expresión de culto y adoración al Dios, dueño del universo. El animal solía ser un cordero, o un buey para los ricos, o palomas para los pobres. Pero debía ser “puro”, no contaminado con ventas por pecadores, etc. Por todo ello los encargados del templo, jefes de los sacerdotes, habían montado un opulento negocio en los patios del templo. La gente prefería comprarlo allí, aunque fuese mucho más caro. Además lo tenían que comprar con las monedas del templo: otro gran negocio de los sacerdotes para hacer el cambio.

Así que cuando llegó Jesús al templo, lo menos que se encontró fue con un clima de oración. Todo eran gritos y discusiones por el cambio de moneda y la venta de los animales. Lleno de “celo por la casa de Dios” cogió unas cuerdas, que habrían servido para atar a unos animales, y con ellas comenzó a dar latigazos y derribar mesas con este mensaje: “ésta es casa de oración y no cueva de ladrones”. No era tanto por el hecho de las ventas, cuanto por la avaricia, las injusticias y robos a la gente sencilla que allí se hacían, especialmente por aquellos que debían llevar la gente hacia Dios.

El mal estaba en querer aprovecharse del culto a Dios para enriquecerse a sí mismos, y hacer que el culto, que debe llevar a la conversión del corazón, se convierta en un negocio. Ya sé que muchas veces gente de Iglesia hemos faltado más o menos en esto. Jesús nos invita a la conversión. A todos nos enseña Jesús que normalmente nuestra actuación debe ser por medio de la mansedumbre, aunque a veces puede ser buena una santa indignación. Lo difícil es guardar el punto medio, siempre tendiendo a la moderación. Pasa como en la educación de los padres para con los hijos: hay padres demasiado blandos y permisivos, y los hay demasiado coléricos, que llegan a perder la autoridad por ello. Lo difícil es saber estar en el punto medio y justo. Dios mismo a veces nos trata con dureza porque de otro modo no nos moveríamos hacia el bien.

Lo que hizo Jesús suele decirse que fue como un “gesto profético” o una parábola viviente. Nos enseñó algo importante por medio de gestos. Pero aquellos sacerdotes, que tenían sus intereses materiales, no se quedaron callados y le dijeron: ¿Por qué hacía  aquello? ¿Cuál era la señal de su autoridad? La señal más importante de toda la autoridad de Jesús sería su resurrección. Pero les habló con palabras enigmáticas. Ellos no pueden entenderlo; un día los apóstoles se acordarán y lo comprenderán todo.

Jesús veía lo que habían hecho del templo. Aquellos que lo habían declarado como el lugar exclusivo de oración, impiden que haya un verdadero encuentro con Dios. Jesús nos enseñará que, además del templo, a Dios se le puede encontrar en muchos sitios, especialmente dentro de nosotros. Nos dirá que el verdadero culto a Dios es hacer la voluntad de Dios, y, que al ser nuestro Padre, su voluntad será nuestro bien. No excluye las prácticas externas, que ciertamente nos ayudan, pero insiste más en la vida de intimidad con Dios y en la vida de amor. También nos dice que nuestro cuerpo es templo de Dios y que muchas veces lo profanamos. De ahí el respeto debido a todos, porque Dios habita dentro de nosotros y porque todo lo que hacemos a los demás, sobre todo a los más débiles, se lo hacemos al mismo Jesucristo.