JUEVES SANTO

 

La noche en que iba a ser entregado, Jesús compartió con sus discípulos la cena pascual. Reclinados en el suelo, comieron cordero asado, pan sin levadura, una

mezcla de manzanas, nueces, canela y pasas. Y también las hierbas amargas: rábanos, perejil, berros y apio con sal y vinagre. Bebieron vino tinto y agua.

En este contexto Cristo nos dio la Eucaristía como sacramento y memorial de su muerte y su resurrección, el sacerdocio como presencia ministerial suya en el mundo y el mandamiento nuevo del amor : amarnos como Él nos ha amado.

Nos unimos a toda la Iglesia en la santa misa, que es celebración y actualización de aquella memorable cena.

La Eucaristía es el sacramento Pascual de la presencia de Cristo: cada vez que celebramos la Eucaristía, actualizamos la muerte y resurrección de Cristo: manifestación de su amor. Un amor hasta el extremo, hasta su entrega en la cruz, un amor más fuerte que la muerte: Cristo, como el grano de trigo, resucitó lleno de vida y de gloria. La misa no es repetición sino actualización de ese amor. Es el único y mismo misterio de su amor salvador: su eficacia es eterna, porque Cristo es Dios.

Bajo las especies de pan y de vino, Cristo está presente. No es un recuerdo. Verdadera, real y sustancialmente Dios está aquí: Cristo Jesús vivo, con sus llagas gloriosas.

Una oración del día del Corpus explica esta realidad: “Sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la vida futura”.

La eucaristía es un banquete fraterno. Comida familiar y festiva de los hijos de Dios. Al que todos, sin excepción, estamos invitados por el Señor. No podemos pasarnos tiempo y tiempo sin comulgar.

En este banquete Cristo es nuestra comida. No sólo comemos nosotros al Señor Resucitado. Es Él quien nos hace partícipes de su vida divina, inmortal. Nos asimila. Es el misterio de la comunión existencial con Cristo.

Se celebra el memorial de su pasión: Recordamos, celebramos y hacemos actual su amor hasta el extremo más fuerte que la muerte. Con el compromiso de amarnos como Él nos ha amado.

El alma se llena de gracia. Injertados en Cristo, somos hijos de Dios. De Él recibimos la savia, la gracia, la vida misma de Dios. Santo Tomás de Aquino escribía para la fiesta del Corpus Christi: “El Hijo de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres”. Y prosigue Santo Tomás: “Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de vino, su cuerpo para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para que fuese nuestra bebida”.

En la Eucaristía se nos da la prenda de la vida futura. La gracia de la Eucaristía es la gloria en camino y la gloria es la misma gracia en su eterna plenitud. La Eucaristía es para nosotros ahora el pan de la vida de Dios, vida eterna, real, en plenitud, que vence al mal y a la muerte.

 

MARIANO ESTEBAN CARO