III Domingo de Cuaresma, Ciclo B
Cristo crucificado, templo y
sabiduría de Dios
El tercer domingo de cuaresma plantea a través de la palabra de
Dios el tema del auténtico culto cristiano, concentrando la atención en una
escena evangélica tan sorprendente como la denominada "purificación del
templo", que más bien es la "sustitución del templo" (Jn
2,13-25). A ello
contribuye en primer lugar la reflexión sobre los valores que sustentan
las palabras del
Decálogo (Ex 20,1- 17) y, sobre todo, la revelación inaudita y
desconcertante de que Jesús, aquel hombre crucificado, sea la palabra de la potencia y
de la sabiduría de Dios (1Cor 1,22-25).
Cuando Jesús entró en la ciudad de Jerusalén, directamente en el
templo según nos cuentan los cuatro evangelios y este domingo escuchamos en el
evangelio de Juan (Jn 2, 13-25), arremetió contra los
que, comprando o vendiendo, habían convertido el templo en un comercio y en un
espacio de explotación económica del mercado religioso. Jesús ponía en
evidencia la injusticia enmascarada por el culto. El templo y su
organización compleja, la actividad del culto en el templo, y la vivencia
externa de la religión eran como un refugio de ladrones y hasta un verdadero
mercado. En el Evangelio de Juan se hace evidente ya aquí, en su comienzo, que
Jesús no realiza sólo una purificación del templo sino una sustitución del
templo, de modo que el medio para encontrarse con Dios Padre a partir de ahora
no será ya ni el templo ni el santuario, sino la verdadera casa del Padre que
es el propio cuerpo glorificado de Cristo, crucificado y resucitado. Por ello
la inmensa mayoría de los templos cristianos tienen forma de Cruz.
Jesús se pronunció proféticamente contra el santuario de Jerusalén
y desenmascaró la mentira religiosa. Esto provocó la indignación de las autoridades, especialmente de
aquellos que vivían a costa de la religión, es decir, la aristocracia sacerdotal y los letrados. Estos dos grupos de poder, denunciados
abiertamente por Jesús y temerosos de él y de lo que pudiera suscitar entre la
gente, buscan inmediatamente el modo de eliminarlo. Quienes ostentan el poder no pueden soportar
la libertad y la autoridad moral de quien defiende y proclama la verdad. Por eso Jesús no tiene éxito en
Jerusalén. Su presencia suscita el conflicto. Su autoridad, acreditada por sus
obras y palabras, se enfrenta a los que ejercen el poder y no permiten que éste
se ponga en cuestión. El enfrentamiento a la ciudad santa (Mc 11-12) le
conducirá a la muerte en la cruz. La ofensiva de los dirigentes contra él no se hace esperar y,
mientras se va planteando progresivamente la verdadera identidad de Jesús, se
va desvelando la prepotencia y la arbitrariedad de los sumos sacerdotes (Mc 11,18), lapretensión de incuestionabilidad
de su autoridad (Mc
11,27-33) y, sobre todo, su envidia asesina, mediante la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,
1-12). En este contexto tiene lugar la discusión entre Jesús y el escriba
fariseo acerca del mandamiento fundamental de la ley (Mc 12,28-34), que muestra
tanto la enorme importancia y la validez permanente de todos los mandamientos
del Antiguo Testamento, como su insuficiencia para entrar en el Reino de Dios.
Las diez palabras o mandamientos (Éx 20, 1-17) hay
que entenderlos en el marco social y religioso en que surgieron: el recuerdo doloroso de la esclavitud en
Egipto y el
propósito de tener unas normas de convivencia que permitan construir una
sociedad distinta a la de cualquier Egipto, es decir, una sociedad con Dios y
sin faraón, con libertad y sin esclavitud, con igualdad y sin desigualdades,
con vida y sin muertes, con respeto a todos los derechos humanos, individuales,
sociales, políticos y económicos. Es la sociedad que Dios quiere para todos.
Los diez mandamientos son las palabras garantes de la vida de un pueblo libre y liberado, donde no cabe que nadie de muerte a nadie. Ante la violencia creciente en nuestra
sociedad, siempre generadora de muerte, la palabra de este domingo golpea la
conciencia individual y colectiva con una contundencia sin condiciones: ¡No
matarás! Éste y todos los demás mandatos siguen vigentes en el plan de Dios
como formulación de los mandatos mínimos exigibles en una buena convivencia.
Los mandamientos se dividen en dos partes, los tres primeros
hablan de la relación con Dios, los siete restantes sobre las relaciones entre
las personas y la comunidad. La fe en el único Dios vivo implica el reconocimiento de que éste
es el único salvador y la exclusión de otros dioses e imágenes, a quienes se
podría manipular o utilizar. Pronunciar el nombre de Dios en vano es no dar
testimonio del verdadero Dios, el del amor, la justicia y la fraternidad. Por
ello se requiere un día especial de santificación para dedicarlo a Dios
mediante el agradecimiento, la escucha de su palabra, la oración, el descanso,
la convivencia y la alegría.
Los otros siete mandamientos apuntan a la comunidad y al prójimo estableciendo los
mínimos de una convivencia justa: el respeto a los padres y a la autoridad de la comunidad; el
respeto y la defensa de la vida desde su origen hasta su final como el don más
preciado de Dios; el respeto a la dignidad humana en todas las relaciones,
especialmente en todo lo relativo a la sexualidad de modo que se descarte todo
tipo de dominación, abuso, explotación, maltrato y vejación; la exigencia de la
fidelidad en el matrimonio, desde la igualdad en dignidad de hombres y mujeres;
el respeto a los medios de vida y los bienes del otro en unas relaciones de
solidaridad y de justicia; el respeto y la defensa de la verdad en las
relaciones humanas; el rechazo a la codicia, a la avaricia y a la envidia, que
se basan en el egoísmo y en la acumulación desmedida, injusta e insolidaria.
Los valores subyacentes a los diez mandamientos siguen siendo
palabras de vida en todas las épocas y sus expresiones normativas reguladoras de la vida social y
religiosa también. Sin embargo fueron resumidas por Jesús de
manera magistral en la respuesta al letrado (Mc 12,28-34) destacando la
soberanía de Dios como único Señor, de la que emana el primer mandamiento de
amarlo con todas las fuerzas (Dt 6,4-5) y al cual une
el mandato del amor al «prójimo» (Lv 19,18) que,
desde el paralelo lucano del prójimo samaritano (Lc
10,29-37), cambia su sentido profundo y formula la projimidad
como valor excelso del sujeto que se desvive con misericordia por cualquier ser
humano necesitado que encontremos en los márgenes de la vida.
Dar prioridad absoluta a estos mandamientos era establecer que el
verdadero culto a Dios pasa necesariamente por el amor al otro, en cuanto prójimo suyo, relativizando
la multitud de normas y preceptos en los que, según la interpretación farisea
de la ley, se expresaba la voluntad de Dios. Así lo entiende el letrado, que ha
comprendido la crítica radical de Jesús al culto del templo y a la mentira
enmascarada de los dirigentes religiosos. Entendiendo esto, él no está lejos del
Reino de Dios... pero le falta todavía algo más.
La palabra última y principal del Evangelio, potencia de salvación
para todo ser humano, es la palabra de la cruz, la mirada atenta al crucificado
Jesús y, con él, a los crucificados del mundo presente. El evangelio del Crucificado es el
mensaje genuino de Pablo (1 Cor 1, 22-25) que
concentra la atención en el crucificado como clave paradójica de la existencia
cristiana. Pablo responde así a las divisiones de la comunidad de Corinto
dejando claro que para los cristianos la cruz es fuerza y sabiduría de Dios. Es
la fuerza de Dios que nos libera de los poderes del mal que esclavizan la
humanidad y es la "locura" sabia de Dios que nos rescata de la muerte
para darnos vida eterna. En esa palabra están resumidos todos los mandamientos,
pues la cruz es el
mensaje culminante del amor que pasa por la humillación y la obediencia a Dios
hasta la muerte (Flp 2,8).
Lo que le faltaba a aquel letrado, antes mencionado, era descubrir que Jesús, el crucificado es el
Hijo de Dios, vivir como discípulo suyo el culto auténtico, y actuar según el
doble mandamiento fundamental de Jesús. Para ello quien lee el evangelio de Marcos
debe llegar hasta su final con el fin de seguir la pasión de Jesús y poder
contemplar en su muerte la destrucción del templo, ya definitivamente caduco
como mediación religiosa. El centurión pagano descubre quién es Jesús, el Hijo
de Dios, al mirar cómo éste murió en la cruz.
A partir de ese momento se puede decir que toda persona
"prójima" , atenta a los que sufren y mueren, sobre todo, a las
víctimas inocentes, ha entrado ya en el otro templo, el de la nueva Alianza,
pues la comunión y el contacto con los cuerpos doloridos nos vinculan
directamente a Dios mediante el cuerpo sufriente de su Hijo crucificado. Por esola palabra de la cruz es la potencia del Dios
del amor y el cuerpo del crucificado es el nuevo y definitivo templo de Dios en
el mundo, al cual
pueden acceder todos los seres humanos, haciéndose prójimos de los marginados y
necesitados. Y esa palabra es potencia y sabiduría de Dios para cambiar el
mundo.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura