CICLO  A

TIEMPO PASCUAL

II DOMINGO

 

Terminamos la Octava de Pascua. La gloria del Resucitado ha iluminado de tal forma esta semana que ha hecho de toda ella un gran día sin ocaso. Más aún, Jesús Resucitado, el Lucero de la mañana, vivo y glorioso por los siglos, ha disipado de una vez para siempre las tinieblas del mal y de la muerte (Pregón Pascual). Por eso, todos los días el cristiano celebra la Pascua.

 

Esta gran fiesta de la Pascua viene a reanimar nuestra fe. En este domingo de la Divina Misericordia, la Palabra de Dios, también a nosotros hombres y mujeres del siglo XXI, nos da una buena noticia: que todo el que cree en el Crucificado-Resucitado, aunque no lo haya visto -nos dice el evangelio de hoy- cuenta con la fuerza de Dios para su salvación (Segunda lectura): para que nosotros, pobres seres humanos, participemos de la gloria, de la vida, de la gracia de Dios.

 

A los discípulos y a Tomás (también a nosotros ahora), Jesús muestra con especial interés las heridas de su muerte en cruz. No sólo pertenecen al pasado (para reconocerle). Son heridas vivas que nos siguen curando, manifestación gloriosa y permanente de su amor. Constituyen la prueba de que un amor así, que llega a dar la vida, es aceptado por Dios como camino hacia la gloria de la resurrección: en primer lugar para Cristo, como primicia, y también para los que, a lo largo de los siglos, vivan unidos al Señor Resucitado por la fe y el bautismo. Creer en el Crucificado-Resucitado es creer que el amor es más fuerte que el mal y que la muerte (Juan Pablo II).

 

Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y creemos en él (I Jn 4, 16). Sin haberle visto, creemos en Cristo y le amamos (Segunda lectura). Le hemos conocido a través de los apóstoles, testigos inmediatos del Señor Resucitado, y de sus sucesores; le hemos conocido sin haberle visto, a través de una cadena ininterrumpida de hermanos en la Iglesia, que ya desde el principio, “eran constantes en escuchar las enseñanzas de los apóstoles” (Primera lectura). Dichosos los que crean si haber visto.

 

La fe y el bautismo nos injertan en Cristo, nos unen a Él, del que ya ahora recibimos su gracia, su vida, su gloria. Por la fe de manera incipiente, en germen, ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: nos da ya ahora la vida verdadera (Benedicto XVI). Creyendo en el Crucificado-Resucitado tenemos vida en su nombre (Evangelio), alcanzamos la meta de nuestra fe: nuestra propia salvación (Segunda lectura).

 

MARIANO ESTEBAN CARO