4ª semana de Cuaresma. Martes: Jn 5, 1-16

Era un día de fiesta en Jerusalén y Jesús, como muchos devotos, entraba en el templo para orar con el pueblo. Cerca de una puerta estaba una piscina, de la cual se servía el templo para sus labores de limpieza. Junto a la piscina había muchos enfermos, ya que aquellas aguas tenían a veces cualidades curativas. Dicen los entendidos que, al venir a veces el agua de golpe, se desprendían del conducto algunas sales que curaban en aquel momento a algún enfermo. El hecho es que allí estaba desde hacía 38 años un enfermo de parálisis que nunca podía llegar a tiempo al agitarse el agua. Seguramente sufriría no sólo por su enfermedad prolongada, sino hasta por las burlas de alguno curado allí mismo. Pero no perdía la esperanza. Llegó Jesús, hablaron, el enfermo contó su dolor y Jesús se compadeció hasta sanarle con el poder de su palabra, manifestando su infinita misericordia.

En esta narración hay mucho de simbolismo. En primer lugar sobre el agua. En la Biblia hay muchos pasajes donde se habla del agua como signo de vida. Hoy en la primera lectura se habla de una visión del profeta Ezequiel, quien ve torrentes de agua emanando desde el templo para inundar benéficamente aquellas tierras. Vienen del templo, lugar de la presencia del Señor, como un símbolo de la abundancia de gracias de los tiempos mesiánicos. Jesús mismo hablará de la abundancia del Espíritu que brotará de sus entrañas como ríos de agua viva para los que crean en El. Esa agua será santificadora en el bautismo, pero por la presencia activa del Espíritu Santo.

Aquel enfermo se sentía sólo. Cuando le dijo Jesús si quería sanarse, su deseo era que Jesús le ayudase a entrar en el agua. En el plano simbólico podemos ver a tantas personas que, en medio de este mundo tan agitado, se sienten solas. A veces aun en medio del trabajo, negocios y fiestas, muchos sienten la soledad, no porque no haya personas a su alrededor, sino porque no están cerca de su alma. Donde prevalece el egoísmo no puede haber cercanía de almas.

Gran parte de soledad se tiene porque no se siente que Dios está cerca de nosotros. De hecho está más que cerca, porque está dentro de nuestro ser. Debemos avivar nuestra amistad con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la vida encontramos muchos paralíticos del alma. Nosotros muchas veces estamos paralíticos o enfermos medio depresivos y buscamos soluciones de este mundo.

Claro, que cuando es una enfermedad, Dios quiere que vayamos al médico de la tierra; pero muchas veces tendríamos la paz y la alegría verdadera acudiendo al médico celestial que vive con nosotros. Dios quiere que nos levantemos de nuestros pecados, llevando la camilla de la propia penitencia por ellos. Es necesaria la mortificación de las pasiones y los vicios, si queremos ir por el camino del bien.

Y aquel hombre comenzó a andar con su camilla. Pero resulta que aquel día era sábado, en que, según los legistas de aquel pueblo, no se podía caminar cargando algo. Así que el curado tuvo su reprimenda. El evangelista una vez más recalca el conflicto entre los dirigentes judíos, que sólo buscan lo externo de la religión, y la libertad profética de Jesús, que se preocupa de la unión interna con Dios.

Jesús se encontró de nuevo con el hombre y le hizo reflexionar para que la sanación no se quedase sólo en el cuerpo, sino que llegase a una salvación total, en el espíritu. “No vuelvas a pecar”, le dijo Jesús, quien, como muchas veces hacía cuando hablaba con la gente sencilla, se acomodaba a su manera de pensar, para darles la fe y la vida del espíritu.

Ahora se acomoda al pensar de aquel hombre que siente que su enfermedad es efecto de algún pecado contra Dios. “Si vuelves a pecar, te sucederá algo peor”. Quizá aquel hombre sencillo entendió que le podría venir una peor enfermedad; pero el hecho es que si volvía a pecar, la muerte del alma era mucho peor que todas las enfermedades. Es la última recomendación que hoy se nos hace: Uno que ha conocido a Jesús y se aparta de El, es peor que uno que no ha podido conocerle.