4ª semana de Cuaresma. Miércoles: Jn 5, 17-30

 Jesús acababa de curar al paralítico que estaba junto a la piscina del templo. Les había sentado muy mal a los fariseos, no sólo por la envidia que le tenían, sino porque lo había hecho en sábado, día prohibido de curar, según las leyes que los judíos habían puesto como explicación del descanso sabático. Y comenzaba una discusión.

San Juan en su evangelio narra pocos hechos milagrosos de Jesús; pero cada uno es como el pretexto o la ocasión para exponernos alguna doctrina importante que El quiere enseñarnos. Los fariseos le acusaban a Jesús de que actuaba contra la ley con una libertad “como si fuera Dios” y que hablaba de Dios como su Padre. Ellos también creían que Dios era Padre de todos; pero la manera de hablar de Jesús era especial, como si fuese Hijo de una manera peculiar, actuando con la autoridad de Dios. Al terminar todo el evangelio dirá san Juan que lo ha escrito para que creamos que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que tengamos vida en su nombre.

Hoy lo quiere exponer de una manera especial. Lo primero que Jesús les dice a los fariseos para defenderse de que está actuando, para hacer una obra de caridad, en sábado, es que Dios, su Padre, trabaja continuamente sin faltar a ninguna ley. Este es el trabajo de la creación, que continúa en el devenir de los días y de la vida humana.

De ahí pasa a decirnos que por ser el enviado del Padre, El está para cumplir su voluntad, que sólo hace lo que ve en el Padre y le manda. Pero todo es para nuestro bien, para darnos la vida; y que si hace maravillas, como resucitar a muertos, es para que podamos conseguir la verdadera vida eterna. Hoy la primera enseñanza para nuestra fe será acrecentar la firme convicción de que Jesús es verdadero Dios. No se trata de una simple creencia, sino de toda una experiencia vital de modo que “creer” en Jesús como Dios llegue a revolucionar nuestra vida. Si Dios se ha hecho presente entre nosotros por la humanidad de Jesús, todo nuestro interés debe ser conocer más y más a Jesucristo para que le amemos más e influya en toda nuestra manera de ser.

Pero Jesús pasa a la parte práctica de cómo podemos poseer la verdadera vida. Debemos estar atentos a sus palabras, para que “creyendo” podamos poseer la vida. Muchas veces decimos que creer no significa sólo aprenderse unas doctrinas y pensar que son verdaderas. Se trata de una vida. Se trata de orientar la vida hacia Jesús. El es como el espejo de Dios Padre, que, como nos dice hoy el salmo responsorial, es “clemente y misericordioso”: es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia. El profeta Isaías hoy en la primera lectura dirá que es más bueno Dios con nosotros que una madre con su hijo. Sentirlo y vivirlo es como vivir una nueva vida. Jesús refleja la bondad de su Padre. Hoy aparece como el hijo que ha aprendido el oficio de su padre, quien le enseña y no tiene secretos con él. Los fariseos pensaban que Dios era un gran legislador, dispuesto siempre a castigar. Hoy se nos propone  como un padre (o una madre) que está interesado en todo lo nuestro.

Por todo ello nos interesa vivamente conocer la voluntad del Padre, para que conociéndola podamos tener la vida eterna. La Cuaresma es un tiempo más propicio para conocer los grandes mensajes de Jesús, que son los mismos del Padre. Especialmente el precepto del amor. Porque si Dios es amor, es para que nosotros le imitemos y hagamos que otros resuciten a la vida. Jesús nos habla hoy de que “los muertos oirán la voz de Dios”. Más que de muertos corporales, podemos comprender que se trata de muertos espirituales. Es un clamor de esperanza y optimismo. Jesús espera que, si hemos resucitado nosotros, ayudemos a otros a percibir esta vida en el espíritu, para que la vida tenga un verdadero sentido y que sepan que el vivir en cristiano es vivir en la verdadera alegría y esperanza de una vida que ya se siente aquí, pero que tendrá un día todo su esplendor. Que la Virgen María nos ayude a comprenderlo y a vivirlo en plenitud.