5ª semana de Cuaresma.
Domingo B: Jn 7, 40-53
Era el día de la entrada
triunfal en Jerusalén. Entre la multitud había unos griegos. Quizá eran una
especie de turistas o quizá eran buscadores del bien y de las cosas de Dios. Y
quieren “ver a Jesús”. De hecho ya le veían y sabían dónde estaba; pero ellos
quieren conocerle más personalmente y por eso piden una audiencia. Felipe y
Andrés hacen de intermediarios y les introducen donde Jesús. La primera
enseñanza que nos dan aquellos griegos es el deseo de “ver a Jesús”. A veces
hay deseos de ver a Jesús por curiosidad. Hay otros deseos malsanos, como el
joven drogadicto que busca la salvación por medio de la droga o quien vende su
cuerpo por un poco de dinero. Otros deseos son normales, como el desocupado que
busca trabajo. Nosotros debemos saber transformar los deseos normales, que son
de felicidad pasajera, por la definitiva que nos dará el conocer personalmente
a Jesús. Nosotros debemos mostrar el verdadero rostro de Jesús. Para ello
debemos vivir lo más posible en unión con Jesús y ser testimonio de su amor con
nuestro modo de vivir cada día.
Jesús les hablaría a
aquellos griegos de muchas cosas de manera sencilla; pero el evangelista hoy
nos narra los mensajes más grandiosos de Jesús en aquellos momentos, mensajes
importantes para la primitiva iglesia y mensajes que hoy nos trae
Jesús nos descubre el éxito
de la fecundidad espiritual y apostólica, que es el resumen del significado de
su misma vida. Jesús estaba viendo que muchas de aquellas aclamaciones de la
gente se iban a convertir en terrible clamor de condena. Y Jesús sufría una
especie de agonía. Ya está sufriendo, pero comprende que eso es la voluntad de
su Padre celestial, porque es lo mejor para nosotros. Pero su muerte es para
dar vida, la muerte terminará en resurrección. Y pone el ejemplo del grano de
trigo. Si no penetra en la tierra y se pudre, no puede germinar y dar fruto.
Así es nuestra vida: muriendo se da vida. A veces se puede entender de morir
corporalmente; pero sobre todo se trata de morir a las pasiones, a los deseos
de triunfo mundano, a todo lo que es egoísmo. Muriendo así, obtendremos vida
para nosotros y para los demás en las labores apostólicas. Muchas veces nos
llegará la cruz y el sufrimiento. Sólo cuando lo abracemos con el amor de
Cristo, veremos el sentido de ese dolor.
Hay muchas situaciones en
la vida en que podemos ir muriendo un poco a nosotros: Puede ser en el
matrimonio, el saber ceder a algún capricho o idea, es cuando evitamos criticar
a los demás, o cuando vamos a participar en
Jesús era un verdadero
hombre y por eso, cuando preveía su muerte y todo lo que le venía con la
pasión, sufría terriblemente. Hoy se nos expone como una especie de agonía. De
tal manera siente la muerte que está dispuesto a pedir a su Padre celestial que
le libre de ella. Algo así como haría en el huerto de Getsemaní. Hasta con
lágrimas y gritos, nos dice hoy la segunda lectura, que pedía ser librado de la
muerte. Pero se arroja en los brazos del Padre. Este abandono en el amor del
Padre es donación libre y por eso es fecundo de vida. Por eso en esta
humillación suprema de su pasión y muerte es cuando llega el culmen de su
glorificación, que es glorificación de Dios.
Este es el ideal grandioso
de la vida de Jesús, la glorificación del Padre. Y el gran deseo y obsesión de
su vida es “hacer la voluntad del Padre”. Esto es lo que nos enseñó a pedir
como algo principal en el Padrenuestro: glorificar al Padre y hacer en todo su
voluntad. Hacer la voluntad de Dios es lo mismo que seguir a Jesús. Este debe
ser nuestro ideal de cristianos. Pero para seguirle debemos conocerle bien, no
sólo por lo que nos dice el evangelio, sino intimando con Él, como hacían los
apóstoles, viendo a Jesús con la fe y con la apertura del corazón.