SANTA
MARÍA VIRGEN, REINA
FIESTA
22 DE
AGOSTO
A partir del siglo V y en la misma época en
que el concilio de Éfeso (año 431) proclama a María “Madre de Dios”, se empieza
a atribuir a la Virgen el título de Reina. Son muchos los padres de la Iglesia,
que, ya desde Orígenes (185-254), se dirigen a María como Reina del linaje
humano y Reina de todos los hombres. San Ildefonso de Toledo ((607-667) saluda
a la Virgen: “¡Oh Señora mía!...Señora entre las siervas, Reina entre las
hermanas”. Y San Juan Damasceno (675-749) dice: “Cuando se convirtió en madre del
Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas”.
La
Iglesia en sus oraciones se dirige a María como Reina y Madre. El mismo
testimonio nos ofrecen plegarias marianas, tan populares y algunas tan cargadas
de siglos, como “Salve, Regina”, “Ave
Regina Caelorum”, “Regina Caeli
letare”, el quinto misterio del Rosario. En ocho
ocasiones, en las Letanías Lauretanas, es implorada María como Reina de los
ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los Apóstoles, de los mártires,
de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos y de las familias. “Lex orando lex credendi. La ley de la oración es la
ley de la fe, la Iglesia cree como ora” (Catecismo 1124).
Los
pastores y teólogos venían pidiendo que fuera instituida la fiesta de “María Reina”. Esta
solicitud se intensificó después de que
el Papa Pío XI estableciera la fiesta de Cristo Rey en el año 1925. El Papa Pío
XII, en su Encíclica sobre la Realeza de Santa María (11 de octubre de 1954),
instituía esta fiesta: “Con nuestra apostólica autoridad decretamos e
instituimos la fiesta de María Reina”. Comenzó a celebrarse el día 31 de mayo,
pasando al 22 de agosto en la liturgia romana restaurada en 1969.
El
Papa Pablo VI, en su Exhortación
Apostólica sobre el culto a la Santísima Virgen (2 de febrero de 1974),
refiriéndose a esta fiesta decía que “la solemnidad de la Asunción se prolonga
jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene
lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquella que, sentada junto
al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre” (Marialis Cultus 6). Pablo VI
recogía así la enseñanza del Concilio Vaticano II: “María fue llevada en cuerpo
y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del
universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo” (Lumen Gentium, 59). María es Reina porque fue
asociada a su Hijo de un modo único, tanto en este mundo como en la gloria del
cielo.
Esta dignidad regia de María tiene su origen
y fundamento en la maternidad divina. Ella es Reina, porque engendró a su Hijo,
Dios y hombre verdadero, que era Rey y Señor de todas las cosas en el momento
de su concepción.
Reina también por ser cooperadora en la obra
de nuestra salvación. La Virgen María, asociada al Redentor, en cuanto Madre
del Salvador, es Madre de los redimidos. Cristo es nuestro Rey no sólo por ser
Hijo de Dios, sino también por ser nuestro Redentor. En cuanto Madre del
Salvador es la Madre de los redimidos. Ella cooperó en la redención de los
hombres. Una antigua antífona de la fiesta de los Siete Dolores de la Virgen
canta así: “Estaba en pie dolorosa junto a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo
Santa María, Reina del cielo y Señora del mundo”
Se trata de una realeza maternal. “Esta nueva
maternidad de María, engendrada por la fe, es fruto del nuevo amor, que maduró
en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el
amor redentor del Hijo” (Pablo VI, MC 11). La realeza de María es una
consecuencia de su misión materna. Dios nos la ha “dado como Madre y como
Reina” (0ración colecta).
Jesús
“fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios”, nos dice San Marcos en
su Evangelio (16, 19). Y en el Credo profesamos nuestra fe en Jesucristo que
“subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre”. Elevada al cielo,
María es asociada al poder salvador de su Hijo, subordinada a Él. Está “sentada
a la diestra de su Hijo unigénito… con sus maternas súplicas obtiene cuanto
pide” (Pío IX). En la dispensación de las gracias, a la Virgen María “se le ha
concedido poder casi inmenso” (León XIII). María desempeña este oficio regio
“como por derecho materno” (San Pío X). La Virgen María “goza de potestad regia
al par que está animada de amor materno” (Pío XII). La antífona de entra de la misa de hoy nos recuerda el salmo 44: “María,
nuestra Reina, está de pie, a la derecha de Cristo”.
María no es un simple instrumento pasivo en
las manos de Dios. Ella es verdadera colaboradora en la obra de la salvación
por su fe y su obediencia. “Obedeciendo se hizo la causa de su propia salvación
y la de todo el género humano” (San Ireneo). Este influjo salvador de la
Santísima Virgen nace de la libre voluntad de Dios “y de la sobreabundancia de
los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ésta depende exclusivamente
y de ésta extrae toda su fuerza” (Concilio Vaticano II, LG 60). La misión
maternal de María es mediación en Cristo. Se trata de una función subordinada.
Está íntimamente unida a su maternidad y es específicamente materna. Brota de
su maternidad divina. Así María entraba, de forma muy especial, en la única
mediación entre Dios y los hombres, la mediación de Cristo.
Los
bautizados, hermanos de su Hijo, hijos en su Hijo, miramos con confianza a
nuestra Reina y Madre. Más aún, asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo,
su amor hacia nosotros puede ser plenamente eficaz. En una homilía San Germán
de Constantinopla (634-733), dirigiéndose a María, dice que Cristo quiso
“tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este
modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y
él hace, con su poder divino, todo lo que le pides”.
María
en el cielo vive en comunión con su Hijo y con cada uno de nosotros. Es la
plenitud del vínculo afectivo entre el Hijo y la Madre. Su estado glorioso hace
que esté junto a nosotros. Sigue diciendo San Germán: “Tú moras espiritualmente
con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros manifiesta tu comunión
de vida con nosotros”. San Juan Pablo II decía: “Es una Reina que comparte con
nosotros todo lo que posee, sobre todo,
la vida y el amor de Cristo”.
María,
Reina del cielo, está junto a Dios, pero también es nuestra madre, cercana a
cada uno de nosotros. Sabemos que siempre nos ama y nos escucha. Para nosotros
dar a María el título de Reina supone confianza, alegría, y amor. “Sabemos que
la que tiene en parte el destino del mundo en su mano es buena, nos ama y nos
ayuda en nuestras dificultades” (Benedicto XVI). María es Reina amándonos y
ayudándonos en nuestras necesidades. Así ejerce María esta realeza de servicio
y de amor.
MARIANO
ESTEBAN CARO