VIERNES SANTO
(Los frutos de la cruz)
Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al
Triduo Pascual.
Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que
inauguramos con la Cene del Señor, ayer. De esa gran unidad que forman la
muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos ‘Pascua’, hoy celebramos de
modo intenso el primer acto, la ‘Pascua de la Crucificción’:
este recuerdo de la muerte está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez,
la fiesta de la Resurrección, a partir de la Vigilia Pascual, seguirá teniendo
presente el paso por la muerte: ‘Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado’, diremos
en el prefacio pascual.
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno
de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: “Señor,
acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo
estarás conmigo en el Paraíso”. Las palabras del llamado ‘buen ladrón’ son un
modelo maravilloso de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender
a pedir perdón a Jesús. En primer lugar, se dirige a su compañero: “¿No temes a
Dios, tú que estás condenado a la misma
pena?”, poniendo así de relieve el punto de partida de arrepentimiento: el
temor de Dios. “Pero no el miedo de Dios, no, el temor filial de Dios, el
respeto que se debe a Dios porque es Dios. Es un respeto filial porque es
Padre. El buen ladrón recuerda la actitud fundamental que abre a la confianza
en Dios: la conciencia de su
omnipotencia y su bondad infinita. Es este respeto confiado el que ayuda a hacer espacio a Dios y a confiarse a su
misericordia (Papa Francisco).
Y el buen
ladrón declara también la inocencia de
Jesús y confiesa abiertamente su culpa: “Nosotros, justamente, recibimos lo que
merecemos por lo que hicimos; pero éste no ha hecho nada malo”. Por lo tanto,
Jesús está allí, en la cruz, para salvar
a los culpables, a través de esta cercanía, les ofrece la salvación. Lo que es
escándalo para los líderes y para el primer ladrón… para éste es, en
cambio, el fundamento de su fe. Y así,
el buen ladrón se convierte en testigo de la gracia; ocurre lo impensable: Dios
me ha amado tanto que ha muerto en la cruz por mí. La fe misma de este hombre
es el fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el
amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era un ladrón, había robado toda
su vida. Pero al final, arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús, tan
bueno y misericordioso, consiguió robar el Paraíso: ¡era un ladrón experto!”.
Finalmente, el buen ladrón se dirige directamente a Jesús, implorando su ayuda:
“Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Lo llama por su nombre,
‘Jesús’, con confianza, y así confiesa
lo que ese nombre indica ‘el Señor salva’. Ese es el significado del nombre
Jesús. Ese hombre pide a Jesús que se acuerde de él. ¡Cuánta
ternura en esta expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de
que no le abandonen, de que Dios esté siempre cerca de él. Así, un condenado a muerte se convierte en el modelo
del cristiano que se confía a Jesús…
El buen ladrón habla en futuro: “Cuando estés en
tu reino”, la respuesta de Jesús no se hace esperar y habla en presente: “Hoy
estarás conmigo en el paraíso”. En la hora de la cruz, la salvación de Cristo
llega al culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su
misión: salvar a los pecadores. Jesús es el rostro del Padre misericordioso.
La Redención que Cristo realizó una vez, se
aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros
puede decir en verdad: “el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí”.
“Jesucristo quiso someterse por amor, con plena
conciencia, entera libertad y corazón sensible (…). Nadie ha muerto como
Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él,
porque era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los
frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer
baldía la Pasión de Cristo.
También hemos contemplado que muy cerca de Jesús
está su Madre, con otras mujeres. También está allí Juan, el más joven de los
Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba
allí, dijo a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He
ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa”.
Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo que más
quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y
Él nos da a María como Madre nuestra.
El Señor no nos deja huérfanos: nosotros, los
cristianos, tenemos una madre, la misma de Jesús; tenemos un Padre, el mismo de
Jesús. No somos huérfanos. Y María nos da a luz en ese momento con mucho dolor,
es verdaderamente un martirio: con el corazón traspasado, acepta darnos a luz a
todos nosotros en ese momento de dolor. Y desde entonces ella se convierte en
nuestra madre, desde ese momento ella es nuestra madre, la que se hace cargo de
nosotros y no se avergüenza de nosotros: nos defiende: en el momento de las
turbulencias espirituales refugiémonos bajo el manto de la santa Madre de Dios…
Allí no puede entrar el diablo porque ella es madre y como madre defiende.
Reina y Madre de misericordia, “bajo tu manto, bajo tu protección, oh Madre,
allí estamos seguros”.