DOMINGO DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

Este Domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto  culminante y, a la vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de  celebración de la Pascua, que concluirá con Pentecostés, el nombre griego del “día  quincuagésimo”. 

Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el día primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras… pasión inusitada. La Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra esperanza.

El concilio Vaticano II enseña que “la Iglesia celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo’ (SC 106). En efecto, durante el tiempo pascual la Iglesia vuelve a contemplar este inefable misterio con su pensamiento, con su reflexión, y sobre todo con su oración. Más aún, vuelve a ello cada domingo del año, porque cada domingo es una pequeña pascua, que recuerda y representa la muerte y resurrección de Jesús. Así, la Pascua no es un episodio aislado, sino que está unido a nuestro destino y a nuestra salvación. La Pascua es una fiesta muy nuestra que nos afecta interiormente, porque, como dice San Pablo: “Cristo fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25). Así la suerte de Cristo se convierte en la nuestra, su pasión se convierte en la nuestra y su resurrección en nuestra resurrección.

Para los primeros cristianos la participación en las celebraciones dominicales constituía la expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera de su vuelta gloriosa. Esta pertenencia se manifestó de manera heroica en la historia de los mártires de Abitina, que afrontaron la muerte, exclamando: ‘Sine dominico non possumus, es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir.

¡Cuánto más hoy es preciso reafirmar el carácter sagrado del día del Señor y la necesidad de participar en la misa dominical! El contexto cultural en que vivimos, a menudo marcado por la indiferencia religiosa y el secularismo que ofusca el horizonte de lo trascendente, no debe hacernos olvidar que el pueblo de Dios, nacido del acontecimiento pascual, debe volver a él como a su fuente inagotable, para comprender cada vez mejor los rasgos de su identidad y las razones de su existencia. El concilio Vaticano II, después de indicar el origen del domingo, prosigue así: “En este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106).

El domingo fue elegido por Cristo mismo, que en aquel día, “el primer día de la semana”, resucitó y se apareció a los discípulos (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19; Hch 20, 7; 1 Co 16, 2), apareciéndose de nuevo “ocho días después” (Jn 20, 26). El domingo es el día en el que el Señor resucitado se hace presente a los suyos, los invita a su mesa y los hace partícipes para que ellos, unidos y configurados con él, puedan rendir el culto debido a Dios. Necesitamos recobrar el valor del Domingo, necesitamos profundizar cada vez más en la importancia del ‘día del Señor’. La Eucaristía es el pilar fundamental del domingo y de toda la vida del cristiano: en cada celebración eucarística dominical se realiza la santificación del pueblo cristiano, hasta el domingo sin ocaso, día del encuentro definitivo de Dios con sus criaturas.

Recuperemos el sentido cristiano del domingo. Ojalá que el ‘día del Señor’, que podría llamarse también el ‘señor de los días’, cobre nuevamente todo su relieve y se perciba y viva plenamente en la celebración de la Eucaristía, raíz y fundamento de un auténtico crecimiento de la comunidad cristiana (cf. PO 6).

Oh Jesús, vencedor de la muerte y del pecado, tuyos somos y tuyos queremos ser: nosotros y nuestras familias y cuanto tenemos de más querido y precioso, en los ardores de la juventud, en la prudencia de la edad madura, en los inevitables desconsuelos y renuncias de la vejez incipiente y ya avanzada: siempre tuyos.

Y danos tu bendición, y derrama en todo el mundo tu paz, oh Jesús, como lo hiciste al reaparecer por vez primera en la mañana de Pascua a tus más íntimos, y como seguiste haciéndolo en las sucesivas apariciones en el Cenáculo, junto al lago, en el camino: No tengan miedo, Yo estoy con ustedes todos los diás.

Que por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, el Domingo, cada domingo, sea para nosotros el gran día, que saltemos de gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que sea el comienzo de una vida de esperanza y de amor, de luz y de salvación.

“Tú, pequeña piedra, tienes un sentido en la vida” Francisco en la Misa de Pascua

Hoy, en todo el mundo, la Iglesia renueva el anuncio lleno de asombro de los primeros discípulos: Jesús ha resucitado — Era verdad, ha resucitado el Señor, como había dicho (cf. Lc 24,34; Mt 28,5-6).

La antigua fiesta de Pascua, memorial de la liberación de la esclavitud del pueblo hebreo, alcanza aquí su cumplimiento: con la resurrección, Jesucristo nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte y nos ha abierto el camino a la vida eterna.

Todos nosotros, cuando nos dejamos dominar por el pecado, perdemos el buen camino y vamos errantes como ovejas perdidas. Pero Dios mismo, nuestro Pastor, ha venido a buscarnos, y para salvarnos se ha abajado hasta la humillación de la cruz. Y hoy podemos proclamar: «Ha resucitado el Buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya» (Misal Romano, IV Dom. de Pascua, Ant. de la Comunión).

En toda época de la historia, el Pastor Resucitado no se cansa de buscarnos a nosotros, sus hermanos perdidos en los desiertos del mundo. Y con los signos de la Pasión —las heridas de su amor misericordioso— nos atrae hacia su camino, el camino de la vida. También hoy, él toma sobre sus hombros a tantos hermanos nuestros oprimidos por tantas clases de mal.

El Pastor Resucitado va a buscar a quien está perdido en los laberintos de la soledad y de la marginación; va a su encuentro mediante hermanos y hermanas que saben acercarse a esas personas con respeto y ternura y les hacer sentir su voz, una voz que no se olvida, que los convoca de nuevo a la amistad con Dios.

La resurrección de Cristo no es una fiesta con flores; es algo más. Es el Misterio de la piedra descartada que termina por ser el fundamento de nuestra existencia, ¡Cristo ha resucitado! Y esto significa en esta cultura del descarte, donde eso que no sirve toma el camino del “usa y tira” y todo lo que no sirve viene descartado; esa piedra que ha sido descartada es fuente de vida. También nosotros pequeñas piedras, en esta tierra de dolor, de tragedia, con la fe en Cristo resucitado, tenemos un sentido. En medio de tanta calamidad, sin mirar más allá, no hay un muro sino un horizonte. Está la vida, está la gloria, es la cruz con esta ambivalencia. Mira adelante, no te cierres, tú pequeña piedra tienes un sentido en la vida porque eres una piedra tomada de aquella gran piedra que la maldad del pecado ha descartado.

“¿Qué nos dice la Iglesia hoy ante tantas tragedias? simplemente esto; la piedra descartada no resulta realmente descartada. Las piedritas que creen y se aferran a esa piedra no son descartadas, tienen un sentido”. Con este sentimiento la Iglesia repite desde dentro del corazón, ¡Cristo ha resucitado!