1ª semana de Pascua. Martes: Jn 20, 11-18

Hoy nos trae el evangelio el encuentro de Jesús resucitado con María Magdalena. Había ido ésta muy de mañana al sepulcro con otras mujeres; pero al ver la piedra corrida fue a avisar a los apóstoles. Pedro y el otro discípulo amado fueron corriendo. Vieron todo como estaba, pero no a Jesús. La Magdalena, que había vuelto, siguió mirando una y otra vez. Ve a dos ángeles que le preguntan: “Mujer, ¿Por qué lloras?” Ella parece no fijarse en los ángeles sino sólo en el lugar donde había estado el cadáver de Jesús, que ahora no está. Por eso la única respuesta es para mostrar su desazón porque no encuentra a su Señor. No está pensando encontrarlo vivo; pero al menos con su cadáver podría expresar su cariño y respeto. Ella le había acompañado hasta la cruz. Por eso su dolor era profundo, pero también su desilusión. Ahora la tristeza y desorientación son más grandes porque no encuentra ni el cadáver. Parece que los evangelios tienen un interés grande en mostrar que los discípulos estaban muy lejos de querer robar el cuerpo de Jesús para simular un fraude sobre la Resurrección.

María Magdalena, que hubiera reconocido a Jesús muerto, ahora no le va a conocer vivo. Siente que hay alguien allí, que le pregunta: ¿Porqué lloras? Pero cree que es el hortelano. Aquellas lágrimas y su respuesta manifiestan tanto amor a Jesús muerto que está dispuesta a hacerse cargo del cadáver. Pero Jesús está vivo con todo su amor. Basta una palabra diciendo su nombre, pero con tono especial, para que la Magdalena sepa con toda certeza que es Jesús, el Maestro. Es la gracia de Dios que ilumina la fe.

A nosotros también nos llama Jesús por nuestro nombre. Es una llamada singular que nos hace muchas veces y alguna de una manera especial. Es la llamada del Maestro, del amigo, que está muy cerca de nosotros, camina con nosotros. No somos capaces de ver  y sentir a Jesús, porque no somos personas convertidas. Para ello nos falta mucho: No mirar tanto a lo material, como es el dinero, la ambición y el egoísmo; y fijarnos mucho más en la caridad y en dar alegría.

Quizá nos extraña que María Magdalena no conociera a Jesús así de pronto. Lo mismo les pasó a algunos discípulos, como los de Emaús y otros. Jesús era y es el mismo, pero vive en otra existencia, la de Dios. Para sentirle hace falta fe. Para que sea profunda, debemos saber que está con nosotros, vive a nuestro lado, dentro de nosotros por la gracia. Está de una manera especial en la Eucaristía. Lo mismo que se iba manifestando a sus discípulos, según iba creciendo la fe, así también se va manifestando en nosotros, según aumenta la fe. Una fe que va unida con el amor y con un profundo cambio en nuestro modo de vivir. Lo cierto es que todos los que le encuentran, quedan llenos de alegría y sienten que su vida cambia por completo. Hay circunstancias que nos impiden verle y oírle: el dolor, el fracaso, la decepción, el desconsuelo. Pero en todo ello podemos también encontrar a Jesús.

María Magdalena quiere tocar, abrazar al Maestro en la forma humana. Es como querer asegurarse de la realidad. Jesús le dice: “No me toques”, suéltame. Puede significar que la verdad del Resucitado no puede comprobarse como las realidades terrenas, sino por la fe o en “espíritu”. Tampoco puede retenerse aquí por posesión a la manera humana actual, sino que la posesión será un día cuando estemos con el Padre. Por eso le dice que va al “Padre suyo y nuestro”. Con ello somos incorporados a la vida del Padre todos como hermanos, si sabemos llevar la vida de resucitados.

Y Jesús le da una misión especial a la Magdalena. La nombra apóstol de los apóstoles con la misión de anunciarles esta Buena Nueva de la Resurrección. También nosotros debemos comunicar esta Buena Nueva; pero nuestro anuncio sólo podrá ser convincente, si brota de la experiencia de nuestro encuentro con el Señor. En esta semana de la Resurrección activemos más el amor a Jesús, que siendo Dios, murió por nosotros; pero resucitó para darnos la esperanza de una eterna gloria.