CICLO  A

TIEMPO ORDINARIO

XV DOMINGO

 

La antífona del Aleluya nos resume el mensaje de la Palabra de Dios en este domingo: la semilla es la Palabra de Dios, el Sembrador es Cristo, quien encuentra y recibe la Palabra vive para siempre.

 

La semilla, la Palabra de Dios, Palabra del Reino, es Dios mismo que se nos comunica; por la fe y el amor está en nosotros. Tan viva y eficaz como lo es Dios. Su amor nos transforma. Es Palabra de salvación para quien la acepta y de condenación para quien la rechaza.

 

Cristo es el Sembrador. Podemos decir que la de hoy es una parábola autobiográfica de Cristo. Refleja la experiencia misma de la predicación de Jesús, que se identifica con el Sembrador. Dice San Juan Crisóstomo: “Jesús pronunció estas palabras con la intención de atraer a sí a sus oyentes y solicitarlos asegurando que, si se dirigen a él, los sanará”. El Papa Benedicto XVI comenta este pasaje evangélico con las siguientes palabras: “En el fondo, la verdadera “Parábola” de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, oculta y al mismo tiempo revela la divinidad”. (Benedicto XVI).

Dios decidió “revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina” (Vaticano II). Este plan de la revelación divina se realiza con hechos y palabras.

Cristo es la Palabra eterna hecha carne: Dios se hace hombree, nos habla en lenguaje humano, nos ama con un corazón de carne. Por medio de Cristo Dios entra en la entraña misma de la humanidad. Cristo es la vid y nosotros los sarmientos. Para dar frutos de buenas obras hemos de vivir injertados en Él. En comunión existencial con Él. De Cristo recibimos la savia, la gracia, la vida de Dios. Somos hijos de Dios en el Hijo eterno de Dios. Así se acrecentará en nosotros el fruto de la salvación (oración de comunión).

 

Cristo, el Sembrador, nos da su Espíritu, que habita en el centro de nuestra ser, en nuestro corazón, y nos va modelando según la imagen de nuestro Salvador. Nos guía a la verdad completa. Nos abre al Reino –al Reinado- de Dios,  para que sea todo en nosotros. Esta presencia del Espíritu de Jesús en nosotros nos lleva a vivir en comunión con Cristo y, por Él y en Él, nos introduce en la eterna comunión de la Santa Trinidad.

Hay que  recibir con fe la Palabra de Dios. Para que sea eficaz debemos abrir nuestra mente y nuestro corazón al Espíritu Santo, que nos ayuda a comprenderla, mueve nuestro corazón y lo convierte a Dios. “Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando "a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El” (Concilio Vaticano II). Así seremos tierra buena, que produce fruto abundante. La Palabra de Dios nos impulsará a “crecer continuamente en santidad” (oración sobre las ofrendas), que es la perfección de la caridad. De esta forma la Palabra no vuelve vacía a Dios (primera lectura). Para ello hay que escuchar la Palabra de Dios de manera receptiva. Como el joven Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 S 3,3).

La Palabra de Dios no producirá fruto en nosotros, se quedará estéril, la tierra quedará baldía, si la ahogamos con los afanes, las preocupaciones y las seducciones de la vida y el dinero. O  no enraíza en nuestro corazón. O cuando con nuestra inconstancia dejamos que sucumba a la primera dificultad (Evangelio).

Dios se comunica a nosotros mediante su Palabra, que permanece para siempre y ha entrado en la historia humana. “El Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros (Jn 1,14). La relación entre Cristo, Palabra del Padre, y nosotros no es solamente un acontecimiento impersonal del pasado (“Cristo dijo”), sino que es ahora una relación vital y existencia (“Cristo me dice a mí”), en la cual cada uno de nosotros está llamado a entrar personalmente. Es la “contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época” (Juan Pablo II). Cuando la Palabra de Dios es proclamada,  escuchada y celebrada en los sacramentos, Jesús, la Palabra Eterna de Dios, está junto a nosotros aquí y ahora. Y  a cuantos la reciben les da “poder para ser hijos de Dios” (Jn 1,12).

Merece la pena recordar las palabras del Papa Francisco sobre la conciencia, que “es el espacio interior de la escucha de la verdad, del bien, de la escucha de Dios; es el lugar interior de mi relación con Él, que habla a mi corazón y me ayuda a discernir, a comprender el camino que debo recorrer, y una vez tomada la decisión, a seguir adelante, a permanecer fiel”. Y concluía el Papa: “Si un cristiano no sabe hablar con Dios, no sabe oír a Dios en la propia conciencia, no es libre”.

Mariano Esteban Caro