CICLO  A

TIEMPO ORDINARIO

XVI  DOMINGO

 

También hoy el Evangelio nos habla del Reino de los cielos, del Reino de Dios o Reinado de Dios en nosotros. Jesús nos invita a “reconocer ante todo la primacía de Dios Padre: donde no está él, nada puede ser bueno. Es una prioridad decisiva para todo. Su voluntad se debe asumir como el criterio-guía de nuestra existencia” (Benedicto XVI).

Cristo habló en parábolas en muchas ocasiones. Son semejanzas y comparaciones continuadas, para explicar de forma sencilla el Reino de los cielos. En el texto que nos propone la liturgia de este domingo se narran tres parábolas. La semilla del Reino de los cielos tiene una gran vitalidad y una imparable fuerza expansiva: crece en altura y extensión como el grano de mostaza. El Reino de Dios es también como la levadura: un hongo diminuto y unicelular, que hace que la masa fermente y así el pan esponje y se levante (“levare” en latín).

Cizaña y trigo. Dos gramíneas muy iguales. Enraízan y crecen enredadas y entrecruzadas. Sus cañas son de altura y hojas muy parecidas. Se distinguen bien ya cuando espigan: grano de veneno, la cizaña; granos de pan de vida, el trigo. En el campo del mundo y en la parcela de nuestro corazón, Jesús ha sembrado la semilla del reino de Dios. “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?”

Dios, infinitamente  bueno, sólo siembra semilla buena. Y vio Dios que “todo lo que había hecho era muy bueno” (Gn 1,31). Todo fue creado por medio del Verbo, que  se hizo hombre  para que el hombre participara de la naturaleza divina, de la bondad de Dios.

La cizaña –el mal- tiene un origen muy distinto. La pregunta por el mal (“¿De dónde sale la cizaña”?) es un interrogante continuo en el corazón humano: ¿Por qué existe el mal? ¿Por qué Dios lo permite, siendo todopoderoso? El mal no es un problema teórico, sino existencial y a veces personal. El mal no tiene su origen en Dios. No hay que echarle la culpa a Él. Las raíces del mal están en la fragilidad el ser humano, en lo profundo de nuestro corazón. El mal forma parte de la oscuridad que nos rodea a nosotros y al mundo: Un hijo de la noche y de las tinieblas, “un enemigo fue y sembró cizaña” (Evangelio).

En cada uno de nosotros coexisten juntos cizaña y trigo. Ninguno somos trigo limpio. Nadie es esencialmente bueno ni totalmente malo. Pero el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Él conoce lo profundo de nuestros corazones (segunda lectura). El amor de Dios, que nos transforma, ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado.

¿Cuál es la solución para erradicar el mal? ¿Arrancar la cizaña? No, “dejadlos crecer juntos”. Es la justicia de Dios, que es grande no porque juzgue, sino porque perdona. Dios no es venganza: “juzga con moderación”, “gobierna con gran indulgencia”, “da lugar al arrepentimiento” (primera lectura). San Agustín, comentando esta parábola, dice que “muchos primero son cizaña y luego se convierten en trigo”. Y añade: “Si estos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no llegarían al laudable cambio”. Hay un campo del que debemos  arrancar inmediatamente la cizaña. Es el campo del propio corazón!

“Considerad, hermanos,  que la paciencia de Dios es nuestra salvación” (2Pe 3, 15). Dios es bueno y rico en misericordia (salmo responsorial). Nos gobierna con gran indulgencia. En el pecado da lugar al arrepentimiento. Obrando así nos enseña que “el justo debe ser humano” (primera lectura). La paciencia de Dios es no cansarse de hacer el bien; es voluntad de salvar.

Si somos hijos de un Padre tan bueno, tenemos que parecernos a Él. “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Haciendo nuestro el deseo de Dios: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4). Nuestra actitud ante el mal debe ser: no dejarnos vencer por el mal, sino vencer al mal a fuerza de bien (Rm 12, 21). Decía San Agustín: “Los malos existen en este mundo o para que se conviertan o para que por ellos los buenos ejerciten la paciencia”.

Mariano Esteban Caro