3ª semana de Pascua. Miércoles: Jn 6, 35-40

San Juan en su evangelio no narra la institución de la Eucaristía. Quizá fuese porque, como siempre lo narraba en la misa, no lo creía tan necesario. El evangelio para él no era tanto una biografía, sino la proclamación de la Buena Nueva o, lo que podemos llamar, como una catequesis. Sin embargo narra el lavatorio de pies a los apóstoles, que no habían narrado los otros evangelistas. Para san Juan era muy importante por lo que significaba de “entrega” plena de Jesús en aquella noche y preparación de algo tan importante como era la Eucaristía. En este sentido de preparación podemos interpretar el acento que pone san Juan al discurso que Jesús pronunció sobre el “pan de vida” al día siguiente de la multiplicación de panes y peces. Todo el discurso viene presentado como una efusión del gran amor y entrega de Jesús por nosotros, quedándose de una manera real bajo el signo de una comida.

La Iglesia nos presenta en esta semana con todo detalle todo este grandioso discurso de Jesús. La gente, después del milagro, está entusiasmada y quiere más comida. Se acuerda del maná dado por Moisés. Ayer vimos cómo les dice Jesús que Él nos va a dar un pan más especial, que sí es bajado del cielo. Y terminaba ayer con lo que comienza hoy diciendo que él mismo es ese pan bajado del cielo.

Para el jueves y viernes queda la parte, primero conflictiva y luego asombrosa (dicha para causar asombro sano), en que declarará que ese alimento es su propio cuerpo. En la parte que hoy nos trae el evangelio Jesús prepara a los oyentes para que puedan tener una fe verdadera en sus palabras. Fundamentalmente será estando unidos con Dios, de la forma más parecida a Jesús, cumpliendo Su voluntad.

Hoy nos dice Jesús que él cumple la voluntad de su Padre preocupándose por nosotros mismos para que todos vayamos hacia Dios. Nosotros también tenemos que preocuparnos para que todos puedan conocer más a Jesucristo y siguiéndole puedan llegar a la vida eterna. Nuestro afán no debe ser hacer discípulos nuestros, sino hacer discípulos de Jesús, ayudándoles a ir hacia el Padre. De muchas maneras podemos ayudar a los demás. La principal manera es colaborando para que tengan la vida eterna. Para ello deberán conocer a Jesús de tal manera que puedan “verle” y “creer”. Esto es entregarse a su amor y a sus designios sobre nosotros.

Nadie está designado para salvarse en perjuicio de otros. Todos cabemos en la amistad de Dios, porque El quiere que todos vayamos a El y permanezcamos con El para siempre. El desastre sucede cuando queremos hacer nuestra voluntad y no la de Dios. A veces nos quejamos cuando creemos que nos falta algo. Dios sabe lo que necesitamos. Cuando la gente tenía hambre estaban en las manos de Jesús que les dio de comer. Cuando ya se sintieron satisfechos, querían hacer su propia voluntad proclamando por rey a Jesús; pero esa no era la voluntad de Jesús.

Necesitamos aferrarnos a la voluntad de Dios y a su palabra como lo han hecho tantos perseguidos por la causa de Dios. Hoy en la primera lectura se habla de una gran persecución que se suscitó a raíz de la muerte de san Esteban. Porque como la palabra de Dios no está encadenada, al esparcirse los discípulos por diversos países y naciones, dio lugar a que se proclamase el Evangelio.

El hambre y la sed son señales de vida. Pobre del enfermo que ya no tiene hambre ni sed. En la vida hay muchas clases de hambre, que nunca terminan por saciarse. Hoy nos dice Jesús que quien viene a El ya no tiene más hambre, pero no por defecto, sino por completa saciedad. Los santos o los que han encontrado de verdad a Jesús ya no aspiran a nada terreno, porque sienten el alma saciada. Dios quiere lo mejor para nosotros; pero para ello quiere que “vayamos hacia El”. Tal es el amor y la delicadeza de Dios que lo que es pura gracia lo considera al mismo tiempo mérito nuestro, si hemos actuado con las fuerzas que El mismo nos da.