3ª semana de Pascua. Jueves: Jn 6, 44-51

El evangelio nos presenta hoy el núcleo central del discurso de Jesús sobre “el pan de vida”, o sea el anuncio de la Eucaristía. Jesús había realizado el día anterior la multiplicación de panes y peces. Ahora en Cafarnaún, viendo que le seguía una muchedumbre, no se deja llevar por un entusiasmo vano, pues sabe que le siguen no por sus mensajes de vida, sino porque se habían saciado de pan. Jesús comienza a decirles que El tiene un pan mucho más especial bajado del cielo.

Algunos le hicieron recordar que el pan bajado del cielo había sido el maná que les había dado Moisés en el desierto. Pero Jesús les dijo que el maná no había bajado del cielo, porque era terreno. El que ahora les prometía sí es bajado del cielo, porque es Él        mismo. Para ello hacía falta creer o tener fe en El. Esto significaba estar dispuestos a seguirle, que es lo mismo que hacer la voluntad de Dios. Para muchos esto se les hacía imposible, porque pensaban demasiado en sentido material. Y ciertamente que es imposible, si no tenemos una gracia especial de Dios.

Hoy en las primeras palabras del evangelio se nos propone un problema muy difícil de entender en nuestra religión. Tan difícil que ha habido muchas discusiones a través de la historia entre personas inteligentes, y han surgido herejías, unos por querer acentuar más una parte y otros por acentuar la otra. Jesús nos dice que nadie puede ir a Él si el Padre no le atrae; pero luego dice que todo el que oye a su Padre y aprende se acerca a Jesús. Da a entender que en este asunto espiritual de acercarnos a Dios todo depende de Dios, porque es algo que supera nuestras fuerzas naturales; pero al mismo tiempo también depende de nosotros, porque nos deja en libertad de seguirle o rechazarle. Como decía san Ignacio de Loyola: “Debemos actuar como si todo dependiese de nosotros, aunque sabemos que todo depende de Dios”. Por eso debemos esforzarnos en el bien, aunque con humildad, orando y confiando.

De hecho estamos tan distantes de Dios, que con nuestra naturaleza de seres humanos nunca podríamos llegar a la amistad con El; pero Dios es tan bueno que nos ayuda con su gracia para que lleguemos a ser como hijos. Lo malo es que hay muchos, y a veces nosotros mismos, que nos resistimos a la gracia de Dios. Las palabras que siguen en el evangelio son para alentarnos en este caminar hacia Dios. Tenemos una ayuda especial que es la Eucaristía, un alimento que perdura, que colma todas nuestras necesidades para llenar el sentido de la vida: Es el Cuerpo de Jesucristo.

Jesús nos dice: “Yo soy el pan de vida”. Tenemos que comerle a El mismo. No se trata de algo simbólico que nos recuerde a su Cuerpo, sino que es El. Después, más adelante, en las palabras que se leerán mañana, lo repetirá más veces lo de la necesidad de comer su propio Cuerpo para poder tener la vida eterna.

Se trata de la vida verdadera, la que perdurará por siempre. Ha habido santos que han sentido ya ahora un gran beneficio también en el cuerpo material. Ha habido personas que han pasado muchos años de su vida sin tomar ningún otro alimento material que la sagrada comunión. Ahora recuerdo dos siervas de Dios del siglo pasado: Marta Robín, que pasó 50 años de su vida con el único alimento de la comunión, y Luisa Piccarreta, un caso parecido. En estas personas Jesús quiere manifestar la grandeza de recibir la Eucaristía con mucha fe. Normalmente Dios no tiene que hacer milagros, porque el mayor milagro debe ser nuestra fe.

Hoy debemos renovar nuestro entusiasmo por Jesús presente en la Eucaristía, que se nos da en alimento espiritual para ayudarnos en el caminar de la vida en dirección correcta hacia Dios. La Eucaristía es “fuente y cima de toda la vida cristiana”. Es fuente porque nos va dando gracias para que podamos ir a la cima. Aunque no tengamos aquí certeza de nuestra salvación, la Comunión recibida con recta conciencia es garantía de esa salvación, que confiamos poder tener en el amor de Jesús hecho “pan de vida”.