Domingo III de Pascua/B

(He 3, 13-15.17-19; 1 Jn 2, 1-5; Lc 24, 35-48)

Una vida nueva en Cristo Jesús, vivo y glorioso entre nosotros

Vida nueva que implica arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos (1ª lectura). Vida nueva de santidad, gracias al perdón de los pecados ofrecido por Cristo cmo víctima de expiación por nuestros pecados (2ª lectura). Vida nueva que tenemos que transmitir a nuestros hermanos para que vuelvan también a Dios (evangelio).

En nuestro camino de la Pascua, ahora que le toca a San Lucas presentarnos una escena de Cristo resucitado, nos hace ver a los discípulos reunidos “hablando de Jesús”. Empiezan apenas a asimilar que Cristo ha resucitado y se quedan asombrados ante los relatos de los caminantes de Emaús que les cuentan cómo lo han reconocido al partir el pan. Ellos mismos explican que no acaban de comprender cómo podían tener tanta desilusión y tanto temor a tal grado de abandonar la comunidad y todos los sueños del Reino, y volver derrotados a sus vidas ordinarias. Sin embargo un pan partido y compartido les ha devuelto la esperanza y los ha hecho regresar en la oscuridad pero con el corazón iluminado.

La Pascua supone un encuentro con el Cristo resucitado y glorioso, a través de la Iglesia, a través de la carne de nuestro hermano en quien palpita la vida divina y a través de los sacramentos, donde dejó su huella invisible y regalos visibles que el Cristo Pascual nos dejó para derramar y compartir con nosotros la vida divina. El cristianismo es justamente el encuentro con una persona viva, Jesucristo, a quien el Padre resucitó venciendo las ataduras del pecado y de la muerte. Ahora bien, el encuentro con Cristo resucitado pide de cada uno de nosotros vivir la vida nueva que Cristo ganó con su muerte y resurrección. Vida nueva que implica arrepentirnos de nuestros pecados, causantes del sufrimiento y muerte de Cristo Jesús; implica dejar nuestra vida antigua y mundana, como tantas veces nos pide el papa Francisco. Este arrepentimiento nos llevará a arrodillarnos ante el sacramento de la Penitencia, donde la sangre de Cristo nos lava, nos purifica, nos santifica y vuelve a brillar en nosotros la vida nueva del Resucitado.

Esta vida nueva nos lanza a una vida de santidad, que no significa ser inmaculados, sino una lucha contra el pecado en nuestra vida. San Juan en la segunda lectura de hoy nos urge a que no pequemos. El pecado ofende a Dios, ¡qué ingratitud para con nuestro Padre Dios! El pecado ofende a Cristo, ¡qué pena para nuestro Amigo y Redentor! El pecado ofende a la Iglesia, ¡qué falta de amor filial! El pecado ofende nuestra dignidad cristiana, ¡qué vergüenza! Cristo se inmoló como víctima de expiación por nuestros pecados. Por tanto, Él ya destruyó el pecado con su muerte. Lo que tenemos que hacer es cumplir con amor y por amor los mandamientos de Dios, seguirá diciendo san Juan en su carta. Cumpliendo sus mandamientos y nuestros deberes del propio estado estamos demostrando la vida nueva en nosotros.

La vida nueva no podemos guardarla para nosotros. Tenemos que transmitir a nuestros hermanos esta vida nueva, para que todos los que pasen a nuestro lado también experimenten los efectos de la vida de Cristo resucitado a través de nosotros, de nuestro testimonio y de nuestra palabra. “Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios”.

La vida nueva que implica la resurrección de Cristo es un salto cualitativo, un incremento de vida desconocido antes, una nueva dimensión de ser hombre. Tan real e inimaginable que lo único que podemos hacer es dar testimonio de ella en acción, comunicándola -como dice Julián Carrón- a través de la luminosidad del rostro, a través de la intensidad de la mirada, de la relación con la realidad, de la forma de tratar todo. Porque a Cristo resucitado se le ve por el hecho que existe el pueblo de Dios, el pueblo cristiano, porque este pueblo brota continuamente del acontecimiento de Su presencia viva, de la fascinación de Su presencia, del atractivo de la belleza de Cristo vivo. El pueblo nuevo es la demostración, la evidencia de Cristo resucitado, de su victoria.

San Pablo resume así la vida nueva de quien ha resucitado con Cristo: “Serán así limpios e irreprochables; serán hijos de Dios sin mancha en medio de una generación mala y perversa, entre la cual deben brillar como lumbreras en medio del mundo, manteniendo con firmeza la palabra de vida” (Flp 2, 15-16).

Que la Santísima Virgen María…, a quien los cristianos católicos de la Diócesis de Irapuato, expresamos en este mes de abril nuestro especial cariño y devoción, nos haga más fieles discípulos misioneros de su Hijo.